Asistimos desde hace algún tiempo al fenómeno del gusto (obsesión) por lo tradicional. Se recuperan fiestas perdidas, se reconstruyen casas rurales, se forman grupos de folklore... Auténtico simulacro sin vida real, porque debajo de todo eso no permanece el espíritu de la época que los generó.

De la misma manera, la fe católica creó un mundo y generó una atmósfera donde se respiraba la fe. Hoy ese mundo y esa atmósfera han cambiado. El hombre de hoy respira otros ambientes, y algunos elementos de la atmósfera católica se han enrarecido. Y ese tufo rancio es muchas veces el único aroma que les llega a los de fuera, haciendo que algunos se alejen tapándose la nariz, pero, paradójicamente, atrayendo a otros al olor de lo tradicional. ¿No deberíamos cambiar de atmósfera, sustituyendo o eliminando elementos nocivos, exponiendo a la gente a respirar otros gases a ver qué pasa, como han hecho recientemente los de una empresa de coches?

La semana pasada en una conferencia sobre religiosidad popular titulada "Cómo ser cofrade en una sociedad secularizada" (mejor título sería: "Cómo ser católico en una cofradía secularizada") alguien del público preguntó al conferenciante: "Si, como usted afirma, es el pueblo de Dios el que genera sus propias formas de religiosidad, ¿por qué no se están generando hoy nuevas formas de esa religiosidad?". El conferenciante no se atrevió a responder, porque la respuesta es desoladora: no surgen nuevas formas de religiosidad popular en el pueblo de Dios porque no hay pueblo de Dios. Lo que hay es un cadáver zombi que actúa por inercia, pero falto de espíritu. Y sin espíritu no puede haber inspiración. Sin inspiración no hay creación. Y sin creación de lo nuevo, se mantiene lo que hay aferrándose a ello, por miedo a perderlo todo. Así, del mismo modo que se mantienen otras tradiciones sin vida, se mantiene la religiosidad popular como sucedáneo sin espíritu de lo que un día fueron las auténticas celebraciones. Se contemplan procesiones y romerías sin otra finalidad que la de ser contempladas, sin sentido y sin función, o a lo más, con función turística y económica. ¿Son esas formas arcaicas el único producto cultural que es capaz de ofrecer hoy la Iglesia al hombre de hoy? Quizá deberíamos plantearnos el derribo (antes de que caigan solas y aplasten a alguien) de las formas de religiosidad popular, para dejar espacio a otras, y asumir que hay que predicar el evangelio como en la mañana de Pentecostés, ante un público que, aunque sabe el nombre de todos los cristos y vírgenes de cofradías, romerías y santuarios de la diócesis, no conoce el nombre del Jesús real de la fe.