Cuando se oye hablar tan a la ligera de construir en España un estado federal, a muchos (creo que una apreciable mayoría) se les tiene que plantear por las noches, ante las discusiones televisivas que nos acompañan últimamente hasta levantarnos dolor de cabeza, el dilema de si reír o llorar. Debe de ser que el federalismo se ha convertido en una moda, solo que, en algunos casos muy concretos, deviene en tontería sin sal ni sustancia. Aquí y ahora, los postuladores de tal federalismo en España recuerdan a aquel llamativo y bien visto caballero de corte, que, con ansias de fundar en el pueblo de su nacimiento, por razones aún desconocidas, un hospital y no teniendo de momento clientes posibles, primeramente tuvo que hacer los enfermos y después llevar a cabo el hospital. (Leyenda urbana, por descontado).

En punto a esta nueva posición ideológica federalista tan de actualidad, habría que traer a colación dos posturas u opiniones divergentes y sin embargo ambas cargadas de razón: la una, sustentada entonces, años ha, por el prestigioso político catalán Antonio de Senillosa y la otra, expresada por el político andaluz Manuel Clavero, rector que fue de la Universidad de Sevilla y presidente después del partido Social Liberal Andaluz (PSLA), hoy ya retirado de la vida política.

Venía a defender Senillosa que a su entender la fórmula federalista es útil para unir lo que está separado y no para separar lo que se encuentra unido. Clavero Arévalo, por su parte, opinaba que federar España que lleva más de cinco siglos como un estado unitario sería algo esencialmente artificial; desmembrarse para federarse después sí suena a artificio e insensatez. Tal vez habría que federar a Europa como mucho, pero ¿a España? Podemos argumentar que el que no conozcamos bien a Europa puede pasarse, pero que desconozcamos a nuestra España resulta intolerable y a todas luces estúpido hoy día.

Malo es proponer una política de campanario y hacer cundir la sospecha de que a esta vieja España (que no por vieja tiene que ser lela, como algunos pretenden) que es una de las primeras unidades de Europa, labrada con el esfuerzo, la audacia y el tesón de tantos españoles al servicio en aquel entonces de los Reyes Católicos en el siglo XVI y nefasto es dejarla como puré dulce de sentimientos aldeanos y olvidar el plato fuerte de la libertad en pleno ejercicio que se ha logrado. La democracia, no lo olvidemos, es la supremacía de la Ley como expresión de la voluntad soberana de un pueblo y sus gentes. Hoy la potestad de hacer leyes reside en Las Cortes Generales y se deduce como premisa imprescindible que Las Cortes y solo ellas encarnan la voluntad de la nación entera. Es evidente y conocido que los partidos tienen en este marco un decisivo papel con casi exclusividad: el de dar su opinión, siempre parcial, desde el Hemiciclo legislativo pero nada más, en principio. Una vez oídas todas las voces y escuchadas las opiniones y salido el resultado de votaciones y elecciones, la decisión de las Cortes será ley, guste o no guste a uno o a varios partidos. Y después ya vendrá la especulación periodística, el burbujeo callejero, el cotilleo de las calles y todo lo que haya de salir. El único camino está en las Cortes y, en su caso, con los trámites previstos, en la voz directa del pueblo que se completará mediante referéndum. Así de claro. Las Cortes son la voz y el sentir de Estado?. Y ya está. Lo demás, no nos engañemos, son meras ensoñaciones platónicas de juveniles mentes calenturientas, que, como tienen frío en sus casas tienen que prender fuego y calor en las ajenas. Lo de siempre, ¡vamos!