Antiguamente, como se sabe, las cosas servían para toda la vida, fuesen unos muebles o fuesen unas leyes, como las forales, o el derecho romano. Luego, llegaron los norteamericanos, tan pragmáticos, e inventaron lo de la obsolescencia programada. Porque si las cosas duran, y duran, y duran, y la gente se siente a gusto con lo que tiene, a lo que se ha acostumbrado, no renueva nada. Y así no hay negocio. O sea que las cosas hay que hacerlas para que duren un tiempo, para que sirvan en una época determinada, pero no más allá. Luego, hay que desecharlas y dar paso a otras nuevas. Lo de renovarse o morir.

En la mente de quienes hicieron la Constitución no parece que estuviese esa idea de la prevista obsolescencia, y eso que eran tiempos de aluvión en los que todo se hacía posible, pero programada o, no la decadencia acaba llegando, como llega la vejez, y entonces es la hora de cuestionarse su validez y de plantearse la creación de una nueva carta magna, acorde a la realidad en la que se vive, o al menos una reforma que no solo afecte a las formas sino, igualmente, al fondo.

Es lo que se piensa en la actualidad por parte de muchos españoles y de muchos colectivos que ya plantean esta necesidad como una prioridad absoluta, impuesta por una crisis que ha servido, también, para poner de manifiesto las carencias y precariedades de la partitocracia, más que democracia, que impera en el país. Al partido único le sustituyó el feroz bipartidismo sin apenas fisuras que rige en la España a la deriva de las autonomías, un modelo de Estado prácticamente inviable, insostenible de todo punto, y que exige meter la tijera con la misma rotundidad con que el Gobierno aplica los recortes sobre las capas sociales más débiles e indefensas mientras mantiene los privilegios de la clase política.

Habrá que esperar a ver en qué queda la reforma de las administraciones, pues parece que Bruselas presiona sobre este aspecto tanto como sobre el ahorro y la austeridad. Porque lo que se anuncia hasta la fecha bien poco representa, sea la disminución del número de concejales o de parlamentarios autonómicos, una medida que, además, beneficia a los dos grandes, PP y PSOE, en detrimento una vez más de los partidos minoritarios. Pero lo que la gente se teme es lo de siempre, que sus reivindicaciones queden en nada -ni listas abiertas, ni supresión del Senado, ni reducción drástica del Congreso y de las autonomías?- y si se cambia algo será muy poco, para que todo siga lo mismo, con lo que tan bien les va.

El clamor social se hace mayor cada día que pasa. La ciudadanía había puesto quizá sus últimas ilusiones en llevar a La Moncloa al PP para ver si era capaz de acabar con la crisis. No es así, sino todo lo contrario, y la decepción y la indignación son ahora totales. Mientras, y pese al leve respiro de la bolsa y de la prima de riesgo, el país sigue situado al borde del abismo, sin que parezca existir otra solución que el rescate europeo. Algo que se pagaría muy caro -por parte de los de siempre, ya bastante apaleados- y que encima no resolvería el agravado problema, que ahí está el triste ejemplo de Grecia. A grandes males, grandes remedios, dice el refrán español, pero no parece Rajoy capaz de aplicarlos.