Escribo estas líneas bajo el recuerdo de la celebración, en Madrid, en agosto de 2011, de la JMJ, y que, a la vista de la impronta de tal acontecimiento mundial, no sólo a nivel de los jóvenes y sacerdotes de los cinco continentes, no dilato más una idea añeja en mí: el recuerdo, convergente, de Santa Genoveva Torres (1870-1956), fundadora de las Religiosas Angélicas, con residencias y casas de acogida en varios continentes, y el sacerdote monseñor don Pedro Altabella, a quien se recordaba en «Ángel de la soledad», octubre 2009. Al ver a tantas religiosas en El Escorial, recibidas por Benedicto XVI, y también a los miles de sacerdotes que estuvieron presentes en la JMJ, me ha llevado a un recuerdo, trascendente, y en todo caso personal, de que hubieran podido estar allí, en primera fila, tanto a la M. Genoveva, con sus muletas, como a don Pedro Altabella. Es curioso que la primera parroquia que lleva el nombre de la santa haya sido la de Majadahonda (Madrid), salvada milagrosamente el pasado año de un intento de incendio. Y casualmente, en la JMJ, correspondió a monseñor Ureña, Arzobispo de Zaragoza, la catequesis en otra iglesia, la más amplia de aquella ciudad, dirigida a peregrinos italianos. Ha vuelto a tener eco, aquella añeja afirmación de Benedicto XVI: que «sean los sacerdotes quienes hablen a Dios de los hombres, y hablen de los hombres de Dios».

Aparentemente, me he alejado del título de estas líneas. Pero no es así: conocía don Pedro Altabella (1909-1982), en mis primeros años universitarios, en Zaragoza, en el Colegio Mayor Cerbuna, del que era capellán. Mi tío sacerdote, mosén Jesús López Bello, predicó en una de sus primeras misas. Su trayectoria apostólica me era muy conocida, como ligado a don Ángel Herrera, y, posteriormente, como representante eclesiástico ante la Santa Sede, y Sacristán Mayor en la basílica de San Pedro. En mi trayectoria europea en temas de educación, hacía coincidir con frecuencia mis viajes por Roma. Era -se ha dicho- como un «embajador» español, y no sólo aragonés, en el Vaticano. En mi libro «Escrito en Aragón», Zaragoza, 1999, dediqué a don Pedro un capítulo para mostrar su cercanía con Juan Pablo II, y la circunstancia de que la llegada a Zaragoza de aquél coincidiera con su enfermedad y muerte en la ciudad del Pilar.

Trató a la M. Genoveva con gran familiaridad. Lo cual, para don Pedro, como escribió en 1976, era una gracia del Dios. Soñaba con el proceso de beatificación, recorrió muchas Casas, aconsejó que las Angélicas se instalasen en Roma, y llevó a sus religiosas la exigencia y estímulo para su formación, como ofrenda para el propio proceso.

Naturalmente que las religiosas de la Congregación de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Santos Ángeles, que celebran en 2011 un Año Jubilar por los cien de su fundación, tienen datos de mayor calado de esa relación. Y seguro que desde el cielo no dejó de ser su Postulador para la santidad de la M. Genoveva. (Recuerdo la presencia y bendición por el propio pontífice Benedicto XVI, en 2009, de la escultura en el ábside exterior de la basílica de San Pedro, cercana da la de San Josemaría Escrivá).

De niño, a raíz de un viaje familiar a Zaragoza, para adquirir mi traje de Primera Comunión, en los almacenes «El Aguila», de la Calle Alfonso, fuimos a ver a la esposa del tío Jesús Medel Villanueva, mi tía María Pérez. Al enviudar, dejó la casa en la calle Mayor, que había pertenecido al Papa Luna, a su esposa María, con cuyo matrimonio mi madre Patrocinio, había vivido en Daroca, desde el fallecimiento de su madre, cuando tenía dos años. La visita familiar a M. Genoveva fue muy entrañable para todos nosotros. Estuvimos con ella un buen rato. Pudo ver el afecto hacia la tía María, quien en su soledad, se acogió a las Angélicas. A los que yo pude seguir visitando en mi etapa universitaria. Coincidencia no pocas veces con M. Genoveva. Y también con don Pedro Altabella.

De ahí mi sincronización con las Angélicas, como igualmente la tuvo mi tío sacerdote, siendo Beneficiado de la basílica del Pilar. Sincronización sacerdotal que estuvo siempre en la mente de la M. Genoveva, y don Pedro, y que ha continuado con otros sacerdotes, como don Mariano Mainar, entre otros. Todos ellos hombres de Dios.

Cuando, al día siguiente de la terminación de la JMJ, en la plaza de Cibeles, de Madrid, pude seguir el acto neocatecumenal de Kiko Argüello, veíamos correr hasta 3.200 «vírgenes» para misiones, y unos 5000 jóvenes para el sacerdocio, no he podido por menos que mostrar todas esas circunstancias espirituales y religiosas. Que sin duda estuvieron en la mente y en el corazón de aquellas dos almas gemelas en la santidad, M. Genoveva y don Pedro, a los que tuve la gracia del cielo de conocer, admirar, servir, y querer.

(*) Premio Nacional de Literatura. Medalla de Oro de Santa Isabel