La plaza, ese espacio urbano heredero del ágora griega, aglutina a su alrededor una serie de atributos unas veces, de apéndices otras y siempre del privilegio de constituir un espacio al que se llega desde cualquier dirección o parte del conjunto urbano y en el cual, según épocas, etapas y exigencias, la plaza ha sido todo, sin perder su identidad de espacio urbano.

Aquella plaza de la lejana Grecia fue tribuna pública, fue escenario, fue lugar de encuentro y en ella se registró por vez primera la libertad de expresión y la firmeza en las ideas cuando afectan al conjunto de la comunidad. Pero aquella plaza se quedó vacía y silenciosa y su esencia, lo que significó y sobrevivió al tiempo y a los hombres, se estableció en lugares convertidos en símbolo, tan solo porque en ellos descansaba y se desarrollaban las ideas que un día nacieron al aire libre, sin muros, porque las ideas no los tienen, ni los aguantan ni los soportan; las ideas, como las plazas, han de estar al aire, claras y sin mediadores, limpias como la luz, porque nacieron con la luz y una vez encerradas, necrosadas pierden su esencia, a veces su fuerza y casi siempre quedan solas, mudas y medio abandonadas a su suerte, descansando entre adornos, literatura y la vanidad de un protocolo que no es otra cosa que una fórmula creada para defender un orden muchas veces discutible.

Pero la plaza ha quedado vacía. Un día fue mercado y en ella y por ella pasaron desde el campesino al honorable, el pícaro y el menesteroso. La plaza fue centro vital y cumplió con dignidad siempre su nuevo destino. La plaza fue mentidero urbano, desde el más pequeño lugar a la villa más noble. Allí se vivió y se gestaron fiestas en noches de juventud, también apuestas y filtreos. Se ajustaron cuentas y se tramaron festejos y la plaza fue siempre una referencia, con la iglesia como fondo, o la Casa Consistorial como compañera, y desde la lejanía de la Edad Media, ese lugar de mercado, de recuas, de mozos y de fiestas se consolidó definitivamente como espacio urbano que marcó generaciones y siglos hacia adelante en nuestra historia.

Y del crisol de nuestra historia salió lo que sería la Plaza Mayor, una definición de un espacio urbano y cívico donde se aglutinan y se centran y recogen las instituciones que conforman la esencia de la vida de un pueblo. Y nace la Plaza Mayor que llevamos a las tierras descubiertas y cuyas cuatro caras ostentan la Catedral, la Audiencia, el Ayuntamiento y la Capitanía General, símbolo y ejemplo de creación, de genio y de agudeza, tristemente no siempre bien aprovechada.

Pero la plaza, las plazas, forman parte de las tramas urbanas definitivamente y constituyen lecciones mudas que no siempre sabemos leer. En ellas siempre hay un nombre, más o menos afortunado, muchas veces de ocasión, otras caído no por sí mismo sino por el halago del que lo propuso porque el barro humano sigue pesando en todo lugar, incluso en las plazas, y con ellas es preciso tener exquisito cuidado, la plaza define con propiedad de dónde viene y hacia dónde va.

Plazas vacías y silenciosas están hablando con su silencio, pero casi nadie se para a escuchar y es que desde la lejanía del tiempo y de los olvidos, ellas siguen esperando el mensaje permanente que hemos olvidado. Dos plazas y dos zamoranos de pro esperan dejar claros sus mensajes desde dos plazas: Luis Chaves Arias y Francisco Morán Samaniego. El primero, redentor del mundo rural; el segundo, un científico, el padre de la Meteorología Moderna.