Oí contar de niño que hubo un ricachón en mi pueblo que amasó tal fortuna por medios tan ilícitos que reconocía que sus pecados eran tantos y de tal tamaño que ya sólo podría perdonárselos el Papa de Roma. Y de vez en cuando contentaba su mala conciencia con ostentosas obras pías, hasta el punto que se dice que es su rostro el que se ve en un santo del retablo de la iglesia que mandó hacer y que pagó de su bolsillo. Al alcalde de Coruña, socialista de misa, socios listos y tejemanejes urbanísticos, acaban de nombrarle embajador ante la Santa Sede, tal vez con la intención de que allí purgue sus frecuentes maldades inmobiliarias. ¿Acaso existe más monumental confesionario que la columnata de Bernini, ni penitencia más preclara que la vaticana? Bien sabido es que los pecados del ladrillo cometidos por caraduras con rostro de hormigón armado no se lavan con cuatro avemarías. Por eso han previsto un exilio de púrpura y mitra para Francisco Vázquez, que deja Coruña lleno de cardenales.