Lauro Anta, ante la vida y la (su) muerte

Lauro en un recital en el biblioteca de Ilanes, en un verano cultural. Abajo, Lauro y Manuel Mostaza en una conferencia sobre Men Rodríguez en Ilanes

Lauro en un recital en el biblioteca de Ilanes, en un verano cultural. Abajo, Lauro y Manuel Mostaza en una conferencia sobre Men Rodríguez en Ilanes / Manuel Mostaza Barrios

Manuel Mostaza

Manuel Mostaza

Tardé muchos años en conocer a Lauro Anta. Más de los debidos, aunque nunca es tarde si la dicha es buena. Debió de ser allá por el verano de 2010 ó 2011. Nuestra relación, además, no empezó bien: una fascinante conferencia en Ilanes sobre la herencia judía en Sanabria, y con el ponente, Lauro, criticando un escrito mío sin saber que yo estaba entre el público. Al finalizar me presenté un tanto avergonzado -nunca he pretendido ser historiador- pero, en cuanto supo mi filiación, los dos entendimos que éramos amigos de antiguo y que solo nos faltaba (re)conocernos. Así lo dejó escrito más tarde, cuando mi boda, al señalar que aquel encuentro fue para él un instante en el que “el destino te reserva la sorpresa de cruzarte en el camino con una sombra que confundes con tu propia sombra”.

Lauro había sido varias cosas hasta entonces, aunque muchas de ellas solo llegué a conocerlas de manera superficial: el re-descubridor del fuero de Sanabria tras siglos de pérdida, el responsable de la Escuela Taller de La Villa sanabresa, el querido profesor de música en Madrid, el nieto de Angelote, el marido de Araceli, el padre de Diego... Nos hicimos amigos. Muy cercanos. Y eso que ya entonces la muerte lo rondaba, con unos problemas de corazón que afortunadamente quedaron en nada. De su mano aprendí muchas cosas sobre la tierra a la que ambos pertenecemos y sobre las gentes que la habitaron. Por eso quiero aprovechar esta ventana en La Opinión, su diario, que también es el mío, para reflexionar ahora sobre algunos rasgos de su personalidad, su muy sensible personalidad, como recuerda siempre mi querida esposa. Y para ello quiero aprovechar dos textos de muy escasa difusión que Lauro me dedicó y en los que podemos ver retazos muy expresivos acerca de su forma de entender el pasado, la vida y también la muerte. Y es que Lauro escribía muy bien, pero escribía muy poco. “Eres el tío Ágrafo, y nos vas a dejar sin tu sabiduría el día que no estés”, le regañaba yo muchas veces cuando conversábamos. Así que la amistad me legitima para esbozar, con muchas de sus frases, una parte de ese conocimiento que se apagó para siempre y manera inesperada en enero de este año.

Lauro hablaba de la nuestra como una “tierra inhóspita y dura”, una tierra marcada por lo que él llamaba una “identidad de frontera”. Misterio y movimiento son dos elementos presentes cuando Lauro hablaba de Sanabria, un paisaje telúrico que él siempre vinculó a la presencia judía -y luego criptojudía- en estos parajes rayanos. Y es que “venimos –no todos, claro- de un pueblo errabundo que no ceja en su combate por la pura y dura supervivencia”. En sus textos más íntimos, Lauro nos imaginaba hijos de una tierra que “nos ha parido adoptivos y emboscados, irredentos a fuerza de compartir el pan y la sal sin cambiar el camino por la vereda”. Una gente, los nuestros, que Lauro imaginó durante siglos con “la mirada al poniente y el hatillo siempre a mano”, por si había que salir corriendo de imprevisto.

Esta idea de hermandad clandestina y protegida (“apenas hay condenados por la Inquisición en esta tierra: siempre estuvieron protegidos, y por eso Cervantes le dedica al conde de Lemos su libro postrero”, me dijo un día paseando por Río de Honor) nos hacía formar parte de una comunidad, en la que no todos era buenos, es cierto (“Canallas también tuvimos, pero se les apartaba del común y el día a día se les tornaba difícil”), pero sin la cual no se puede explicar nuestra maneara de entender la vida. Ni la de nuestros antepasados, porque Lauro siempre pensó que “quien no tiene raíces o reniega de ellas –que también- difícilmente puede tener identidad”. Observador agudo, como lo fue nuestro Miguel Torga, Lauro escribía poco y sugería mucho cuando se trataba de nuestro pasado lejano, pero también del más cercano. Hablaba de una “intrahistoria que aprendimos de corazón y al oído, sortilegios que no cuentan las crónicas y que se irán con nosotros”. Esas historias del corazón venían marcadas también por el amor a los suyos: a su abuelo Angelote, el ché o a su madre que marchó tan pronto. Recordaba con devoción, y así lo dejó escrito “las muchas invernadas de ternura que nos dieron los nuestros”, y por eso le dolió tanto tomar conciencia siendo apenas un crío de “La desbandada de los años sesenta”, la emigración que vació (¿para siempre?) los pueblos sanabreses. Desde la distancia, Lauro nunca abandonó Sanabria: presumió siempre de La Villa como de una hija, de Rosinos como de una madre y de Mombuey como de un regalo. Su autoridad sobre nuestro pequeño país era tal, que yo siempre le mandaba mis artículos con referencias a la zona para que me los corrigiera. Siempre protestaba, pero siempre me ayudaba.

Nunca le volvió la cara a una muerte que sabía que llegaría. Leyendo ahora el final del prólogo de “Sanabria desde El Noroeste”, sus palabras adquieren una dimensión profética de quien acabó muriendo un enero frío como pocos: “La muerte sigue acechando en futuro, pobres yermos del alma los nuestros, a poco que resistan los inciertos veranos que nos queden para volver a estar en burrigañas, cuando la Nada venga a buscarnos a la vieja usanza: en silencio como la helada y por Peña Negra, como la niebla.”

En Castilla siempre se supo que no somos dueños de nada. Somos apenas depositarios de un legado que transmitimos a los nuestros. A principios de los años setenta su abuelo Angelote, muy enfermo ya, bajó al Mercado en pleno invierno y con una nevada de las de entonces a despedirse de su amigo y mi abuelo Manuel, compañero en tantas cacerías. Angelote murió a los pocos días, y como recordaba Lauro, “nuestros abuelos se llevaron ‘silencios’ que seguramente nunca llenaremos”. Mi abuelo Manuel “famoso ferretero y municionero” le regaló a Lauro un parchís por su comunión, y se lo regaló haciéndole reír, como hacía siempre con sus amigos y clientes: Lauro le preguntó si aquel parchís era para él solo -no quería compartirlo con sus hermanos-, y Manuel Barrios “aquel hombre con gafas de pasta” le contestó al oído: “¡Pero, rapacico, al parchís se juega con otros pa´ ganarles!”.

El abrazo que me dio Laurico el día del entierro de mi padre fue el último ya que nos dimos, y sirvió también para despedirnos, aunque aún no lo sabíamos. Pero todo es un legado, decía: cuando nació mi primer hijo, Lauro no sólo lo bautizó -a él le debemos lo del Andurlino-, sino que nos llevó al hospital aquel viejo parchís que le regaló mi abuelo Manuel y que yo acepté como un tesoro en nombre de mi hijo. Conoció también a la Andurlina poco antes de morir y aún tuvo tiempo de regalarle un cayado suyo de la infancia a Martín para que lo use en Santa Colomba.

Pero en su fuero íntimo, Lauro se resistía a que la nada fuese el final del camino. Así lo dejó escrito también en un testamento de futuro, esa manera de burlar a la muerte que tenemos los que nos encogemos de hombros ante el misterio del más allá. Lauro, confesaba en aquel texto, “Yo no creo en otras vidas, sólo en ésta[…], pero siempre me ha encandilado la idea de que exista un Septentrión donde nos esperan los nuestros: ellos cazando charrelas y pastoreando sueños, ellas oreando nubes…”.

Allí nos veremos, de nuevo hermanu; tus amigos repetimos mucho, cuando caen las tardes de agosto, al serano, “Algo que siempre supe y nunca dije: La mi tierra es la mi gente y un cielo cuajao´ de estrellas”. Allí nos veremos de nuevo, hermanu, en ese cielo que “se te cae encima” como te dijo Luismi una vez; allí te veremos, dentro de un tiempo, cuando salgas al encuentro para abrazamos – entonces ya sí, para siempre- y llevarnos al lugar en el que descasan los nuestros.