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Cuestión de alrededores

Cuestión de alrededoresL. O. Z.

Acostumbrados a pensar en presente continuo -consecuencia de estirar en el espíritu, como un chicle ya sin sabor, ese mantra cansino de un ‘carpe diem’ para todo-, se hace difícil poner la mirada más allá y suponer cómo afectará a algo el futuro, esa oscura materia de perímetro desgarrado, indefinible y de escaso interés para esta civilización de culto al instante. Así se encuentra uno a la hora de suponer qué será de Zamora más adelante. Dan ganas de decir a las claras que el futuro de Zamora será lo que decidan que sea -lo están decidiendo ya: seguramente a estas horas ya estará previsto- en los siniestros gabinetes de las deliberaciones políticas, donde un coro de fabricantes de profecías ya sabrá qué hacer con las tripas de esta provincia atravesada por el desaliento.

Todo empezó mucho antes del siglo XX. La polarización de la España moderna supuso dividir la nación en dos facciones simplificadas, tal como aquella tajante escisión geográfica entre la España seca y la España húmeda. En este caso sería la España campesina y la España industrial; en aquella, la agricultura y la ganadería sustentarían una vida fundada en la contemplación, en la perseverancia, en el respeto al orden de los ciclos de la naturaleza…, nada que ver con el vértigo insaciable del progreso, representado en la vida de la España industrial. Lo que se ha logrado con esta fatal bifurcación es un progresivo desentendimiento entre ambas. Los dividendos de la rentabilidad industrial se quedaron en las propias ciudades y los pueblos fueron abandonados poco a poco, avasallados por un desinterés general que no ha podido paliarse. Hubo un momento, allá por los años 80 del siglo pasado, en que se generó esa ilusión de que toda provincia, para redimirse de su desecación, debería tener al menos un aeropuerto, una universidad o un equipo de fútbol, de ser posible en la primera división. Nos hicieron creer que esos espejismos iban a conseguir la redención de nuestros espacios inmediatos. Pero ya vimos que no. Los aeropuertos pasaron a ser casi oficinas y los equipos de fútbol necesitaban detrás una figura -más o menos cercana al gánster- que tuviera que ver con las ínfulas de la construcción o de industrias que aquí no teníamos. En cuanto a las carreras universitarias, se cursaban aquí pero luego nuestros jóvenes debían ir a ejercer su profesión precisamente allá donde hubiese tejido industrial que soportase ingenierías y carreras técnicas, que eran la imagen identificada con el futuro, un futuro que descansaba, pues, en soluciones que acabaron por agravar aún más el desarraigo. Así que, más allá de tópicos provenientes de una esperanza inverosímil, no se me ocurren figuraciones mentales sobre un posible porvenir para nuestra ciudad, para nuestra provincia.

Pero es que hay algo más: ha llegado ya la hora en que no puede concebirse el futuro como algo relativo. La existencia de la Humanidad está ya acechada por ese “absoluto quizás” (así definía Octavio Paz la propia vida) que es el agravamiento de un planeta que se espanta de sí mismo; es decir, solo cabe pensar en un futuro global que, con fuertes modificaciones en la vida social, aún podría permitir la sobrevivencia en el planeta. La presión sobre la naturaleza, la excitación del consumo y la ingente expulsión continua de desechos a la atmósfera debería suspender ese carrusel de ensoñaciones fatuas sobre el futuro de los alrededores de cada cual. No existen ya los alrededores. Lo que está en juego hace tiempo es el futuro de la propia Humanidad como especie. Lo otro es luz de gas, un ilusorio “sálvese quien tenga” que duraría lo que le permitiesen quienes prefieren no hacer oídos a los avisos reiterados de los científicos y a la preocupación de los ecologistas. Y, sin embargo, seguimos creyendo que la construcción del futuro nada más afecta a nuestros alrededores inmediatos. A mí se me hace difícil pensar así. Mis alrededores coinciden ya con el tamaño del planeta.

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