Opinión

La nube de papel

Don Quijote y Sancho Panza

Don Quijote y Sancho Panza / SUSANA VERA

Cuando Alejandro Magno celebraba la victoria sobre Darío se le fue la mano con la alegría y la bebida pues él mismo lamentó después la quema de una ciudad tan primorosa, levantada por los persas a quienes acababa de derrotar, Persépolis.

Espesas nubes de humo se elevaron entre esbeltas columnas de piedra -que aún hoy nos asombran- y bajo metros de ceniza y escombros quedó sepultada la biblioteca del palacio imperial. Aquella nube se formó con el humo del fuego devastador que dejó enterrado un conjunto de tablillas de arcilla escritas, o sea, una biblioteca de libros de barro, de páginas de letra incisa con el testimonio de una cultura arrasada para dar paso a la helenística, luego grecolatina y más tarde occidental, para acabar en la digital que actualmente nos movemos (o quizá nos mueven) la de la nube.

El olor a humo es chungo, de mal presagio, pues cuando sospechamos algo desagradable solemos decir que nos huele a chamusquina; aunque con el humo suave y presente de la cocina del pueblo nos criamos muchos; pero esto es otra historia, casi literaria, aunque cierta, entrañable y exenta de malos augurios.

Lo cierto es que los cielos cada vez son menos limpios y las nubes derivan en nubarrones mientras que los libros aligeran su peso en edición digital: nueva nube no sabemos muy bien dónde ni de qué.

A Don Quijote los libros de caballerías le formaron una nube gris en el cerebro de cuya descarga en forma de tormentosa aventura seguimos disfrutando

Un servidor prefiere el cielo enladrillado de las estanterías de las bibliotecas, la nube de papel anárquica acumulada en mi escritorio, los kilómetros intrincados del genoma de los archivos, la diáfana página de imprenta de un poemario donde duermen letras como pétalos caídos de la flor de la magnolia.

Los libros en esa nube digital, pareciera que se han volatilizado aunque tengamos acceso a ellos virtualmente. Dios no quiera que otros Alejandros ebrios provoquen una catástrofe mundial donde lo que primero desaparezcan sean esas nubes de algoritmos y todo se irá sin dejar rastro, empezando por nuestras vidas escritas en el archivo del aire.

Qué lejos quedan aquellos primeros libros manuscritos en piel, tan caros y escasos hasta que llegó Gutenberg y el mundo se fue cubriendo de nubes de papel, de bibliotecas que engendraron bibliotecas, de letras que se multiplicaron como lluvia en la mente árida del desconocimiento.

Es verdad que no solo los libros han sido el vehículo del saber, aunque me emociono con los comienzos de nuestro idioma, ese balbuceo de palabras apenas desasidas del latín y apuntadas al margen, en la página del pergamino, como ayuda para el monje aplicado que conoce la lengua que se habla en la calle, fuera del convento, la lengua romance que derivó en el idioma castellano, como aparece en las Glosas Emilianenses. Pero hay un dato significativo y casi conmovedor que nos recuerda Emilio Alarcos Llorac en su artículo "El español, lengua milenaria", se trata de otro apunte primigenio de nuestras letras como es la "Nodicia de Kesos leonesa": una relación de producción láctea en los dominios del convento de San Millán de la Cogolla, en La Rioja (975 d.C). Lo de la nube es muy poético y lo del queso muy curioso porque este alimento tan nuestro vuelve a tener protagonismo en la obra maestra del idioma, El Quijote, cuando gracias a las provisiones de Sancho, logra nuestro insigne hidalgo, saciar un poco aquel apetito añejo que en su aventura caballeresca llevaba acumulando: "…que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aún, por más señas, era el queso ovejuno".

A Don Quijote los libros de caballerías le formaron una nube gris en el cerebro de cuya descarga en forma de tormentosa aventura seguimos disfrutando.

En el día de la lectura animo a cabalgar sobre el libro, sea digital o de papel, sobre Rocinante o el rucio de Sancho, Babieca, Bucéfalo, Pegaso o Platero… al fin y al cabo la aventura es lo que cuenta, la del saber, la del entretenimiento, con tal de no enloquecer ni embriagarnos de extremismo. Feliz Día del Libro.

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