Ocurrió hace días en la iglesia de San Vicente. Una edificación a tiro de piedra de la Plaza Mayor que, a duras penas, emerge de un alborotado mar de tejas junto al Teatro Principal. Era media tarde y todavía faltaban un par de horas para que diese comienzo la ceremonia, pero entré en el templo.

Su interior olía a cera y a flores recién cortadas. La oscuridad era absoluta. Compacta. Sin un resquicio, tan siquiera, a la geometría de las formas. Si acaso, el parpadeo de una lamparilla como única realidad visible en aquel mundo de sombras. Esperé un tiempo y cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra deambulé bajo la bóveda de la capilla mayor rendido al misterio de la estancia. Seducido por las cosas.

Sorprendentemente, los objetos parecían haber cobrado vida propia. Las tallas policromadas, los santos con peana, el púlpito de piedra, las navetas del incienso, los hachones, las arquetas de madera, los atriles, los misales. Hasta el mismo Cristo, crucificado y reluciente, a la derecha del altar. Todos, uno tras otro, me hablaban y por momentos tuve la certeza de que formaban parte de mi biografía. De que su historia era la mía y de que, juntos, protagonizábamos un relato sin final. Sentí escalofríos. ¡Mis raíces y yo, frente a frente, entre cuatro paredes y un techo de cal blanca!

Con el cuerpo empapado en sudor, y a medida que avanzaba, comencé a experimentar sensaciones extrañas. Era como volver a una casa mucho tiempo después de haberla abandonado y recorrerla, emocionado, buscando contornos y formas olvidados. Abriendo y cerrando puertas. Atisbando momentos y sensaciones. Me sentí un afortunado por ser quien soy y por venir de donde vengo.

Sí. Porque en un tiempo de nacionalismos exacerbados que repudian a los ancestros que los procrearon y que falsean cínicamente la Historia cuando no conviene a los propios intereses, es un orgullo pertenecer a un pueblo, como el mío, capaz de levantar catedrales y descubrir continentes. Y un privilegio tener como lengua propia la que hace siglos hablaran Santa Teresa y Cervantes.

Habían transcurrido minutos, horas, tal vez, desde que entrara en el templo. No sé. En cualquier caso, lo que importa es que la iglesia estaba llena de gente y se iba a proceder a la bendición del órgano. Un rito religioso caído en desuso en el que el señor cura y el instrumento establecen un diálogo cautivador. Eran las ocho en punto de la tarde. Comenzaba la celebración.

"Órgano, instrumento sagrado ¡Despierta del letargo!", exhortó con voz firme el oficiante desde el altar mayor y el órgano respondió con la suavidad hiriente de las tubas junto a sostenidos clarinazos. Así hasta 6 veces. A cada una de las invocaciones respondía de manera creciente, entre exultante y desgarrado, para culminar en un vendaval de sonidos que surgía de las entrañas de la tierra y llegaba hasta el último rincón de aquel espacio abovedado. Era la expresión de su disponibilidad a cumplir los mandatos del celebrante. Finalmente, convertido el instrumento en objeto sagrado, volvió el silencio a la iglesia de San Vicente.

La ceremonia había finalizado pero los feligreses apenas si se atrevían a respirar por no romper el hechizo. La sorpresa era absoluta. La plasticidad, pasmosa. Fue entonces cuando reparé en el organista. Se aferraba al órgano y estaba exhausto sobre el teclado. De vuelta a casa, me interesé por él.

Se trata de un estudioso de la música religiosa que se ha propuesto devolver al órgano el protagonismo que le corresponde en los oficios divinos. Las parroquias de San Vicente y San Torcuato saben bien de su buen hacer. Se llama Vicente Urones. Un joven zamorano en el que se juntan dedicación y talento.