Las campañas electorales importan. Y mucho. Pero no solo para conseguir votos el día de las elecciones.

Las campaña electorales son cruciales por dos cosas: primero, porque forman parte intrínseca del proceso legitimador del sistema político. Y, segundo, porque son el principal acto litúrgico de la democracia, con su fuerte contenido simbólico y con sus rituales (debates, mítines, discursos, entrevistas, tertulias, "spots" electorales, etc). Es decir, son un acto central de las reglas del juego democrático (el escenario que nos civiliza y nos permite luchar pacífica e incruentamente por el poder cada cuatro años).

El concepto de "campaña electoral" es casi tan antiguo como la propia humanidad. De hecho, hasta nosotros ha llegado el "Commentariolum petitionis", un texto romano redactado por Quinto Tulio Cicerón en al año 64 antes de Cristo para asesorar políticamente a su hermano Marco, y que hoy podríamos traducir como "Notas para una campaña electoral". Ese antiguo manuscrito no dice cosas muy distintas a las que contienen los actuales manuales de ciencia política o de comunicación estratégica para campañas electorales. Es decir, más de 2.000 años después, las recomendaciones descritas por el pequeño de los Cicerón para participar en la lucha por el poder siguen siendo válidas (y, en esencia, siguen siendo las mismas que utilizamos en el siglo XXI).

Y es que, en esencia, una campaña electoral cumple tres funciones básicas: la de proporcionar en un breve espacio de tiempo cuantiosa información política sobre el candidato, sobre su partido y sobre su proyecto, la de movilizar al electorado (estimulando su participación tanto en la precampaña como durante la campaña) y la de persuadir al ciudadano para que acuda a las urnas y vote por el candidato o por el partido que más le ha convencido.

Ahora bien, una campaña electoral ni hace magia ni obra milagros. Lo que el gobierno y la oposición hayan hecho durante los últimos cuatro años es lo que más pesa a la hora de depositar la papeleta. De hecho, de acuerdo a los estudios disponibles, sabemos que la mayor parte de los ciudadanos sabemos a quién vamos a votar muchas semanas antes del día de las votaciones. Un dato avala tal afirmación: en las elecciones generales de 2011 en España solamente el 17% de los votantes decidió su voto en la última semana (el resto ya tenían la decisión tomada con mucha antelación).

Sin embargo, siempre hay un importante grupo de electores indecisos. Y parece ser que los votantes retrasan cada vez más su decisión. Por eso los resultados de las elecciones son siempre inciertos y prestamos tanta atención a las encuestas que, desde meses antes de la convocatoria electoral, van publicando los medios de comunicación. Además, en ocasiones, el número de ciudadanos indecisos es tan alto, que es clave para el recuento final conseguir su respaldo. Y en gran medida las campañas electorales se suelen dirigir a ellos.

La campaña electoral es la gran (y la última) oportunidad que tienen los partidos políticos y sus líderes para hacer pedagogía, para desplegar sus estrategias de comunicación, para competir abiertamente, para atraer hacia sí la atención de los votantes, para fijar los asuntos que consideran más relevantes, para emocionar, para razonar, y, sobre todo, para persuadir y convencer. En eso apenas han cambiado en milenios (cuando han existido contextos democráticos, claro está).

No obstante, sí ha habido un cambio tecnológico crucial en el último siglo que impacta directamente sobre las estrategias de las campañas políticas: la irrupción de los medios de comunicación de masas como actores centrales del juego democrático (que no solo median entre el poder y los ciudadanos, sino que también lo mediatizan).

Así, en contextos poliárquicos, los medios de comunicación se erigen como grandes protagonistas indirectos en las campañas electorales, porque solo a través de ellos los candidatos pueden llegar a grandes capas del censo electoral. Solo a través de la prensa, de la radio, de la televisión y de Internet se puede alcanzar el corazón y la cabeza de millones de personas al instante, al unísono. Los periodistas lo saben. Y los equipos de campaña, también.

Es por ese motivo por el que la creatividad, la osadía y el ingenio son cruciales en toda campaña electoral. En un contexto de alta competencia los políticos necesitan destacar, necesitan brillar con luz propia. Y, precisamente por eso, lo que llamamos "la política seria" (los clásicos debates, las entrevistas en profundidad, los análisis de fondo, los discursos) convive en campaña con los nuevos formatos creados por los medios, que son conocidos como "politainment" (esa mezcla de entretenimiento y de política que hemos visto en tantos programas televisivos y radiofónicos, y en la red). Porque, tal y como ha escrito la profesora Salomé Berrocal, nos gusta, buscamos y consumimos "la representación espectacular de la política" (o, al menos, así lo hace una parte muy importante del electorado).

Las campañas electorales dan sentido, articulan y sintetizan ideológica y políticamente lo que hemos visto y percibido durante una legislatura. Resumen y condensan en 15 días los dos grandes relatos que suelen entrar en pugna: el de la continuidad (conservadores) o el del cambio (progresistas), en sus múltiples variantes. Por eso, desde las estrategias que apelan a las emociones hasta los argumentos que cimientan las razones, los líderes se esfuerzan en trasladarnos sus narrativas, esas que apelan a la esencia de lo que somos: seres simbólicos, que primamos tanto lo que vemos, como lo que creemos, lo que sentimos y lo que intuimos.

No hay duda: las campañas electorales importan. Porque, tal y como asegura el sociólogo Luis Arroyo, gracias a esta liturgia, gracias a este ritual, una sociedad democrática "vuelve a reencontrarse cada cuatro años, reafirmando su voluntad de canalizar pacíficamente el conflicto y la lucha por el poder". Votar y elegir es el objetivo final. Pero no es el único.

(*) Presidente de la Asociación de Comunicación Política (ACOP)