Confesaba Gabriel García Márquez que por primera vez fue consciente del poder del lenguaje cuando fue salvado de ser atropellado por una bicicleta al gritarle ¡cuidado! un cura que estaba presenciando la escena. Posteriormente, el escritor descubriría que los mayas ya eran sabedores de semejante fuerza de los vocablos por lo que, desde los tiempos de Cristo, tenían un dios de las palabras.

Sin duda, el escritor de Aracataca fue durante muchos años el vicario de este dios en la tierra, y por eso fue capaz de darnos a conocer múltiples hallazgos del español que se habla en América, como el de aquella vivandera de la Guajira colombiana que rechazó un cocimiento de toronjil porque le sabía a Viernes Santo, o como el de aquel niño que permaneció insomne toda la noche porque el balido triste e intermitente de un cordero le recordaba las luces de un faro.

No cabe duda de que su condición de sumo sacerdote del dios de las palabras le permitió crear universos memorables, por donde deambulan personajes irrepetibles, protagonistas de historias inolvidables. Recuérdese, por ejemplo, Macondo, esa aldea de veinte casas de barro y cañabrava ubicada a la orilla de un río de aguas transparentes que discurre a través de un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.

Por allí pululan personajes de una fuerza inusitada, hombres que se arruinan al adquirir unos lingotes imantados para encontrar el oro que oculta la tierra, y que tan solo se toparán con una armadura herrumbrosa del siglo XV que cela un esqueleto calcificado que lleva colgado al cuello un relicario de cobre con el solitario rizo de una dama, individuos que constantemente están escoltados por enjambres de mariposas amarillas o nacen provistos de un rabo de cerdo, mujeres que ascienden a los cielos en cuerpo y alma...

Pero tales sucesos asombrosos no se limitan a aparecer solo en la atmósfera cargada de misterio de Macondo, sino que menudean en casi todos los escritos del narrador colombiano. Paremos mientes en «El amor en los tiempos del cólera», en esa relación amorosa entre Fermina Deza y Florentino Ariza desencadenada en un pueblecito costero del Caribe, que logra arribar a buen puerto por la paciencia y la fuerza indomeñable de los sentimientos de los protagonistas, tras más de medio siglo de contratiempos y zozobras. E incluso los hechos misteriosos acaecen en relatos que no están ambientados en el continente americano, como sucede en el cuento «Espantos de agosto», donde un matrimonio que ha ido a visitar a un amigo que vive en un hermoso castillo en Arezzo, casas que trepan por una colina entre senderos de cipreses, se acuesta en una habitación e inexplicablemente amanece en otra, bajo las sábanas manchadas de sangre reseca de la amante de un tal Ludovico, fantasma en purgatorio de amor que siglos atrás mató a su amada y después se suicidó azuzándose a sí mismo su cruel jauría de perros de caza que terminó despedazándolo a feroces dentelladas.

Sin embargo, la realidad de Hispanoamérica es innegable que está imbricada con la magia y el milagro, según contaban nuestros cronistas de Indias, que tantos puntos en contacto tienen con el mundo garciamarquiano. Al posar sus pies en este continente, casi un nuevo planeta inusitado, debieron de perder el oremus ante los ríos como mares, las violentas torrenteras, las selvas intrincadas, los espesos manglares, los montes de nieves perpetuas (casi gigantes de cristal temidos por el Cielo), las ciénagas infestadas de caimanes, los desnudos ingenuos de los habitantes de poblados edénicos...

Ya Cristóbal Colón da a entender que probablemente en estas tierras recién descubiertas era donde se enclavaba el Paraíso Terrenal por sus grandes ríos, la templanza de su clima y la feracidad de su suelo, y los historiadores posteriores a él hacen continua referencia a los portentos y prodigios de que están llenos estos lugares.

Así, Gonzalo Fernández de Oviedo, en su «Historia general y natural de las Indias», describe a un animal al que llama el gato monillo, engendro de algún pájaro y algún gato o gata, que tiene la parte anterior del cuerpo cubierta de pluma de color pardo, y la posterior, de pelo raso y bermejo, como leonado claro. Y afirma que esta bestezuela, a pesar de ser terrestre, es animal canoro, cuyos gorjeos, parecidos a los del ruiseñor o la calandria, proporcionan gran placidez y sosiego de ánimo al que le escucha.

Y este mismo autor asegura que el capitán Juan Pérez de Maldonado encontró por tierras andinas un gigante dormido (quizás estemos ante un antepasado del protagonista del relato de Gabo titulado «El ahogado más hermoso del mundo»), tan ciclópeo que usaba como bastón la entena de un navío. El engendro era hermafrodito y el soldado dio buena cuenta de él de un arcabuzazo, aunque no pudo embarcarlo hacia España porque oyó tal clamoreo en la sierra colindante que dedujo que toda ella estaba plagada de estos gigantes, por lo que decidió tomar calzas de Villadiego y huyó raudo y sin llevar ninguna carga que pudiera lastrar la ligereza de sus pies.

Claro que otro historiador, Cieza de León, en su «Historia del Perú», nos da noticia de un ser todavía más extraño (el niño con cola de cerdo queda empequeñecido), pues se trata de un híbrido que tiene la cara y partes pudendas humanas y el resto del cuerpo de simio.

Y el Nuevo Continente también fue señalado como receptáculo de todo tipo de mitos y leyendas. Así el sacerdote Gaspar de Carvajal, uno de los hombres que acompañó a Orellana en su famosa expedición por el río Marañón, que iba antecedida de un extraño pájaro que avisaba a los españoles de los peligros y de la proximidad de tribus hostiles, certificaba que fueron atacados por un escuadrón de mujeres, hábiles como nadie en el manejo del arco y las flechas, sin duda por tratarse de las famosas amazonas.

Los soldados españoles se tomaban muy en serio este tipo de noticias que circulaban por unas tierras donde todo podía ocurrir con absoluta naturalidad, y se empeñaban en expediciones en busca de lagunas cuyas aguas celaban montones de esmeraldas e ídolos dorados, o de pueblos tan ricos que sus campesinos labraban sus tierras con arados de reja de oro, aunque ello supusiera atravesar gigantescas cadenas montañosas, salvar precipitados rápidos o vertiginosas cataratas, o vérselas con tribus caníbales o aficionadas a sacarles el corazón, todavía latiendo, tras abrirles el pecho con un cuchillo de obsidiana. ¡Tanto les movía la fiebre del oro!

Nadie como García Márquez, y otros escritores de aquellos lares, para sacar el máximo rendimiento literario de este universo apabullante en el que se amalgaman lo cotidiano y lo onírico, el horror y el milagro, en el que coexisten vivos y difuntos (recuérdese «Pedro Páramo»), en el que se dan la mano la pesadilla y la utopía. Y todo esto expresado con un léxico variopinto que alberga, desde entrañables arcaísmos de los Siglos de Oro, hasta palabras con aromas trasatlánticos como «zopilote», «cóndor», «guayaba», «loro», «canoa», «cacique», «choclo», «cacao», «tiburón», «aguacate», «guacamole»...

Difícil de superar el silencio de uno de los narradores más poderosos que jamás ha tenido el castellano, un narrador hipnótico que recuerda a los cuentos de «Las mil y una noches», esas historias asombrosas en que los personajes sobrevuelan en alfombras medinas de ensueño, acceden a cuevas selladas con peñascos que se abren por la fuerza de los conjuros o llevan genios gigantescos encerrados en lámparas humildes.

Tendremos que acostumbrarnos a esa sensación de orfandad que nos ha dejado la desaparición de un creador de tal calibre, que ha agrandado un hueco imposible de llenar que poco a poco se ha ido haciendo más profundo a medida que nos van abandonando gentes como Cortázar, Borges, Onetti, Rulfo, Cela, Umbral, Cunqueiro, Torrente, Delibes, García Calvo..., sin duda personas benditas por el dios de las palabras.