Cuando el 19 de abril de 2005 el cardenal protodiácono, el chileno Jorge Medina Estévez, anunció a la ciudad de Roma y al orbe la gran alegría: «tenemos papa», nadie suponía, que el cardenal Joseph Ratzinger, que había tomado el nombre de Benedicto XVI, ocho años después renunciaría, en un gesto sorprendente e inusual en la Historia de la Iglesia. No tuvo en su día el todavía papa Ratzinger buena prensa, al menos aquí en España, donde por cierto nada o casi nada de lo que hace la Iglesia católica gusta a los medios. Su trayectoria, avalada como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ortodoxia eran para muchos un lastre, que vaticinaba un pontificado ultraconservador. Su edad, y falta de carisma, respecto de su predecesor, el papa Wojtyla, constituían también serios inconvenientes, que llevaron asimismo a prejuzgar un pontificado de transición, gris. Parecía pues que el nuevo papa venía a añadir un problema más, a una Iglesia, a la que la sociedad exige continuamente cambios. Pero los hechos han venido a demostrar que se equivocaron, pues Ratzinger, no ha sido el «gran inquisidor» que los más radicales pronosticaron, antes bien, ha sido un papa prudente, sereno, serio, y si hemos de juzgar su último gesto, humilde. Quizás no haya resuelto los grandes y acuciantes problemas a los que se enfrenta la Iglesia del siglo XXI, pero no puede decirse que su actitud haya sido pasiva, pues al menos lo ha intentado. Así, nada puede reprocharse a su magisterio, fruto de su profunda fe y altura intelectual. En sus tres encíclicas ha reflexionado con claridad teológica y filosófica sobre los elementos centrales del mensaje cristiano: el amor, la esperanza y la caridad. Su lúcido análisis de los problemas que hoy aquejan, utilizando sus propias palabras, a esa «viña devastada por los jabalíes», que es la Iglesia en el mundo occidental, en concreto la «dictadura del relativismo», el desafío de la secularización y la indiferencia religiosa, y su propuesta para superados mediante una nueva evangelización, son también herencia de su clarividente magisterio, siempre abierto al diálogo interreligioso, con la cultura, la razón y la ciencia. Quizás su mayor reto y posiblemente su mayor fracaso haya sido el intento de poner orden en el Gobierno de la Iglesia, mancillado por los graves problemas de corrupción moral (pederastia, finanzas vaticanas y luchas intestinas), que habrían postergado las urgentes reformas que sus detractores, de dentro y fuera, le reprochan. Posiblemente la Iglesia que deja no sea mejor que la que recibió, ni haya en ella más y mejores cristianos, pero ha sido coherente hasta el final, y con su renuncia le ha rendido un ejemplar servicio. Para una sociedad y cultura que juzga más por los gestos que por la obras, es posible que esta renuncia sea interpretada de manera banal, buscando en ella cuando no obscuras, esotéricas razones. Pero hay que interpretarla como algo más que un gesto, pues es una decisión responsable y libre, que aleja al sucesor de Pedro del solio pontificio y lo acerca a su condición de siervo de los siervos de Dios, pues al fin y al cabo los papas, están hechos del mismo barro que los demás mortales. Una cosa más, apenas se han alzado voces reprochando su actitud, que por más que se apele a la normalidad ha causado cuanto menos desconcierto, amén de quiénes no terminan de ver claro el motivo de su renuncia. Y aunque sus humanas razones no dejan de encontrar compresión en creyentes y no creyentes, como bien dice Olegario González de Cardedal se va «inclinado y silencioso», y podríamos añadir afligido y derrotado.