Benedicto XVI: Colaborador de la verdad

Benedicto XVI.

Benedicto XVI. / EFE

La sociedad actual oculta conscientemente la muerte y hoy nadie quiere mostrar a sus seres queridos de cuerpo presente, de manera que, en los velatorios, los féretros siempre suelen estar cerrados. La Iglesia por el contrario muestra sin pudor los cadáveres de clérigos y personas consagradas para manifestar la fragilidad de la materia de la que están hechos, y recordar y recordarnos que somos polvo y al polvo hemos de volver. Los papas no son una excepción, y así ante los restos de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI cuando alcanzó el solio pontificio – contemplamos la fragilidad de su condición humana, junto con su grandeza espiritual.

Como ya dije cuando fue elegido Papa, su trayectoria como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y ortodoxia auguraban un pontificado conservador. Su edad y falta de carisma, respecto de su predecesor, el papa Wojtyla, presagiaban un pontificado de transición, gris. Bien, las audaces voces que todo lo prejuzgan se equivocaron una vez más, y ahora le reconocen lo que en su día le negaron. Sí, porque su compromiso con la verdad, que escogió como lema episcopal, le llevó a denunciar la podredumbre que exhalaba su propia casa – “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar consagrados al Redentor!” –, mancillada por la pederastia, pecaminosamente tapada por la complicidad de algunos obispos, así como las intrincadas cloacas de las finanzas vaticanas y el clericalismo esclerótico de su curia.

El compromiso de Benedicto XVI con la verdad, que escogió como lema episcopal, le llevó a denunciar la podredumbre que exhalaba su propia casa

Sin fuerzas para corregir tamañas lacras, en un gesto de responsable humildad, renunció, sorprendiendo a propios y extraños, para que aquella tarea urgente – que ha conmovido a la Iglesia – la hiciese su sucesor. Quizás su convicción de que los valores cristianos son inherentes a la democracia, al bien común, pese a ser la Iglesia institución jerárquica, ayuden a explicar aquella renuncia. Esto es de sobra conocido, como también lo es su lúcido análisis de los problemas que afligen al Pueblo de Dios: el relativismo, la secularización e indiferencia religiosa, y sus propuestas para superarlos mediante una nueva evangelización, son también herencia clarividente de su corto pontificado.

Pero con todo, son muchas las voces que coinciden en reconocer su magisterio como el gran teólogo que fue. La autorizada opinión de Olegario González de Cardedal señalaba hace unos días que entre sus prioridades estuvo “Dar razón pública de la fe, mostrar en convivencia y diálogo con otros saberes, su racionalidad teórica y su fecundidad para la vida personal y social”. Valiente promotor del diálogo interreligioso y cultural defendió la raíz cristiana de la ética (las leyes no deben estar al servicio del poder, ni han de adoctrinar a los ciudadanos, sino preservar los valores éticos universales).

Su excelencia como profesor era recordada por Gabriel Albiac a propósito de su perspicaz discurso en Ratisbona: “El acercamiento recíproco entre fe bíblica y planteamiento filosófico del pensamiento griego creó a Europa y permanece como fundamento de lo que con razón se puede llamar Europa”, pues la traducción al griego del Antiguo Testamento aquilató el encuentro entre fe y razón, entre ilustración y religión. Sus muchos saberes y el conocimiento de la realidad eclesial le permitieron pronosticar, ya en 1969, el futuro de la Iglesia del siglo XXI: “una comunidad a la cual se ingresa solo por decisión voluntaria… pequeña… de una espiritualidad más profunda”.

En su búsqueda personal del rostro de Dios, que nos brindó en su libro “Jesús de Nazaret” (2007), puso como fundamento “considerar a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Este es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta condición no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”. Pero, por encima de su magisterio intelectual, para los cristianos será recordado como un hombre de fe, un humilde siervo de los siervos de Dios, que consumió su larga vida en su servicio y en el de su Iglesia.

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