La Opinión de Zamora

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Don Agustín, maestro. Agustín, compañero

Agustín García Calvo en una actividad en la antigua biblioteca de San José Obrero. L. O. Z.

Teniendo que resumir (¡y tanto!) mi conocimiento y mi amistad, es cierto que muy intermitente y siempre con una muy consciente admiración y un profundo respeto hacia don Agustín García Calvo, plasmaría todo ello fundamentalmente en tres escenarios.

El primero es el Instituto Claudio Moyano de Zamora y sus clases: fascinación por un profesor de los no pocos extraordinarios, que ejercían entonces en la Enseñanza pública secundaria en España. Junto al Instituto, el segundo espacio fue la propia casa de don Agustín, donde se ensayaban aquellas obras de teatro, de Shakespeare a García Lorca, y que complementaban las explicaciones regladas de don Ramón Luelmo sobre los entremeses, los sainetes o ciertos autores teatrales del siglo XIX. Reconozco que desde entonces me gustó y se me dio bien el Latín, de la misma manera que mi vida profesional, y en buena parte también la personal, fueron después fundamentalmente los textos teatrales y la puesta en escena.

El segundo espacio ya sería Madrid y especialmente la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense. Don Agustín volvió a ella en 1976, después de haber sido expulsado por el régimen franquista once años antes, junto a Tierno Galván, Aranguren, Montero Díaz y Roberto García de Vercher, profesor de Formación Política que pagó muy cara su valentía. Y allí, en la Facultad, podía yo haber pasado de Don Agustín a Agustín, pero nunca lo hice, aunque con tanto cariño y una intención muy estimulante mi profesor del Bachillerato insistiera en que dejara de lado el tratamiento, pues ya éramos compañeros y colegas. Seguro que pocas veces hasta entonces me había sentido tan emocionado y seguro también que en aquel encuentro un escalofrío me llevó a Zamora, a la Avenida y al gorro, la bufanda y los guantes de lana.

No pasó mucho tiempo para que pueda recordar ahora uno de los espacios más entrañables por donde ha discurrido mi vida: Almagro. En septiembre de 1978 y en esa hermosísima ciudad del Campo de Calatrava se celebraron unas Jornadas de teatro clásico, las cuales dieron origen un año después al Festival, convertido desde hace no pocos en uno de los acontecimientos más importantes que hay en el mundo en torno al teatro clásico tanto grecolatino como de los periodos renacentista y barroco. Tuve la gran suerte de ser invitado a aquellas Jornadas, siendo el más joven de los ponentes y nada menos que arropado por, entre otros, Fernando Fernán Gómez, José Hierro, Francisco Nieva, José Antonio Maravall, Juan Guerrero Zamora, Francisco Ruiz Ramón…

Tuve la enorme alegría de invitar a don Agustín y que se representara allí en 2000 su texto “Baraja del rey Don Pedro”, dirigida por José Luis Gómez. Emoción y también orgullo, y no poco, el que sentí.

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Y Agustín García Calvo, que, siempre provocador e iconoclasta, leyó un texto titulado “Propuesta de un auto de fe para el teatro español del Siglo Oro”. Cuando yo acabé mi intervención me dijo más o menos: no me hagas mucho caso y sigue con lo tuyo, que lo haces muy bien, pero yo sabía que todo iban a ser loas de los convencidos y quizás podía venir bien una voz discordante para animar los coloquios… Años después y como Director del Festival tuve la enorme alegría de invitar a don Agustín y que se representara allí en 2000 su texto “Baraja del rey Don Pedro”, dirigida por José Luis Gómez. Emoción y también orgullo, y no poco, el que sentí.

Yo diría, para cerrar este obligado y bien merecido recuerdo, que Agustín García Calvo ha dejado en mí una imagen, unas sensaciones, que podría resumir en tres apartados.

Agustín siempre partía de preguntas inquietas y de marcada trascendencia para llegar, cuando se podía llegar, a profundas respuestas y con aplicación al presente de quien leía o escuchaba sus reflexiones.

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En primer lugar, es el hombre de la palabra y con ella el creador de un universo de sentimientos y, sobre todo, de ideas que permanecen cuando ya no está con nosotros y van a permanecer durante mucho tiempo. Fue un maestro peculiar como lo fue su personalidad y la impronta, valiente y original, que sus huellas intelectuales dejaron por los diferentes lugares que pasó, tanto dentro como fuera de España. De las clases a adolescentes a las conferencias en los centros académicos, culturales o de investigación más relevantes, del Ateneo de Madrid a “La Boule d’or” de París, Agustín siempre partía de preguntas inquietas y de marcada trascendencia para llegar, cuando se podía llegar, a profundas respuestas y con aplicación al presente de quien leía o escuchaba sus reflexiones.

En segundo lugar, Agustín fue un hombre que se enfrentó al poder, a los poderes de muy diverso carácter y tanto con su actitud intelectual como ciudadano sensible y valiente. Recuerdo cómo se indignaba recordando aquellos términos, “servidor” o “servidora”, con que respondíamos si se pasaba lista o nos llamaban o preguntaban por nuestro nombre.

Se enfrentó fundamentalmente a tres poderes, además del inmediato político y sus manifestaciones de fuerza. Luchó siempre contra el poder de la ignorancia, el poder del dinero y el poder de la mentira y la manipulación.

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Y como estamos haciendo el esfuerzo de resumir, me atrevería a hacerlo señalando que se enfrentó fundamentalmente a tres poderes, además del inmediato político y sus manifestaciones de fuerza. Luchó siempre contra el poder de la ignorancia, el poder del dinero y el poder de la mentira y la manipulación.

En tercer lugar, y como vuelvo a Zamora volveré a don Agustín, fue padre y hombre enamorado, creador de emoción y belleza otra vez con la palabra y una exquisita sensibilidad, vivida con la intensidad con que lo hizo su sabiduría. Por eso, mi maestro y compañero compuso versos muy personales y algunos de ellos de una hermosura envidiable, como esos poemas que componen el libro “Valorio 42 veces” (1986), escritos a lo largo de 42 años y cada uno entregado a su mujer el día de su santo, junto a un ramo de violetas recogidas en ese bosque de Valorio: “…se fue, y ya florida está la nada.” Me sentí unido a don Agustín siempre, pero, sobre todo, cuando hacía de Zamora motivo de belleza sin dejar de ser de preocupación.

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