Se lo oí decir muchas veces a venerables santones de la ciudad. Una de las razones de la popularidad y el éxito de esta Semana Santa, al margen de otros valores ya reconocidos, se basa en el escenario que se levanta con las calles, rúas, plazas, callejuelas y cuestas de esta ciudad, parece que dejada de la mano de Dios en ocasiones, pero un lugar ideal para la representación fervorosa y estética de la Pasión.

Los lugares escogidos para el paso de sus procesiones no están hechos con la argamasa de la vulgaridad. La propia ciudad les dio vida en el lento y sinuoso camino de los tiempos. Muchos de esos rincones fueron, antaño, colmenas abarrotadas de vecinos, donde la vida era de andar por casa y la intimidad se medía por un simple balcón o pasillo. Donde los sentimientos se ponían a orear sobre las cuerdas de tender la ropa y compartían el mismo sol y la misma palabra. Cuando la palabra vecino tenía un significado familiar. Hoy día siguen de pie muchas de aquellas casas, antes repletas de risas y de ruidos, convertidas en esqueletos de cemento sin alma, doblegadas por la ruina, en cuyo seno ya desgarrado ha crecido una espontánea vegetación.

La ciudad, con la lepra de una malintencionada especulación, buscó su extensión en otros lugares y allí, tras puertas y balcones cerrados, anidaron la soledad, la decadencia, el olvido. Tan solo el abandono no pudo con los rocosos templos, los señoriales conventos y los palacetes de linaje que se mantuvieron casi de milagro. El casco histórico, hoy aseado únicamente en la simetría de sus suelos, rezuma antigua grandeza y sólo necesita de la fe de los poderosos para levantar de nuevo su tronco y recobrar la vida que perdió. Aún en tan lamentable estado, conserva su identidad y prestancia.

Esas calles, sin embargo, parecen hechas de forma providencial para estos días de la Pasión. En ellas cobra verdad y fuerza el testimonio de un Hombre que pasa con la cruz a cuestas o en unas parihuelas camino de la sepultura.

Porque ¿existe un sendero pedregoso tan desnudo como la cuesta del Mercadillo para alzar sobre sus tapiales el rústico tenebrario del Cristo del Espíritu Santo?

¿Nos parecería tan hermosa y subyugadora la mirada del Nazareno de San Frontis, si no subiese una noche de vísperas, casi sin aliento, a trompicones, por la cuesta de Pizarro?

¿Habría un lugar más ideal que la Plaza Mayor para contemplar cómo se cae allí mismo por tercera vez el Cristo de San Lázaro, sujeta a duras penas la cruz sobre su espalda mientras eleva su mirada compasiva al cielo de la noche?

¿Te impactaría más ese alucinante cuadro de las antorchas del Cristo de la Buena Muerte si no estuvieran rompiendo las sombras acampadas en la cuesta de San Cipriano o en la Ronda de la Santa María la Nueva?

¿Seríamos capaces de comprender el mensaje de las Palabras del Cristo moribundo de la Horta si no se estuviera muriendo por esas calles de los Barrios Bajos selladas de madura penumbra?

¿Se entiende la procesión del Silencio sin la aparición del Cristo de las Injurias sobre la estrechez de la rúa y la corona de gloria de la cúpula bizantina de fondo, en un maravilloso grabado arrancado de los siglos?

Y si no existiera la plaza de San Claudio, ¿dónde, en qué otro lugar iba a encajar con absoluta perfección estética y espiritual, ese miserere asombrosamente humano, de barro y agua, alrededor del Cristo de Olivares?

¿Con qué ojos veríamos los pasos de la Vera Cruz en la tarde del Jueves Santo si no tuvieran el sobrio y distinguido decorado del antiguo Palacio de los Condes de Alba y Aliste?

¿Sería igual de impresionante el claroscuro de los cirios enrojecidos y los lamentos del Miserere ante el cadáver de Cristo sin la señorial plaza castellana de Viriato?

¿Puede tener aún mayor belleza ese pedazo de gloria en madera que es Redención si ya en la mañana crecida del Viernes Santo ante la soberbia arquitectura del templo de Santiago el Burgo?

¿Se imaginarían ver pasar la Urna y la Virgen de los Clavos por una calle de afilado contraluz que no tuviera la hermosa estrechez de la rúa de los Notarios?

¿Cómo podría explicarse ese milagro de los lutos y de los sentimientos de esta tierra en torno de la Soledad, si no es viéndola a Ella caminar, pasito a pasito, por ese leve repecho de la Renova en la noche del Sábado Santo?

¿Qué sentido tendría la Resurrección en Zamora, si no hubiera una cuesta tan singular y hermosa como la de Balborraz por la que, acompañando al Resucitado y su Madre, despeñar una catarata de alegrías, flores y dulzainas camino del río?

Sí, el escenario identifica la naturaleza de esta Pasión, la ennoblece y la idealiza de tal forma que esas nuestras procesiones y nuestras imágenes de mayor devoción no tendrían el mismo esplendor y fascinación en otros lugares que no fueran éstos, nuestros rincones preferidos de la infancia, por los que vimos pasar un día, juntos, del brazo, el amor y la pena, el gozo y el llanto, la belleza y la fe, la luz y la niebla, la tradición y la novedad. Esas calles y plazas, tan originales y encantadoras en esos días santos, son la entraña de esta Jerusalén castellana, Zamora, ciudad hecha a golpes de historia y de verdad, a la que todavía no ha podido derribar tanto abandono.