Del edadismo y la aporofobia

Discriminar a los viejos u odiar a los pobres parecen expresiones demasiado agresivas

Dos jubilados de paseo

Dos jubilados de paseo

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

Por encima de cualquier otra consideración, la lengua es un sistema para la comunicación entre los humanos y, por lo tanto, un ente vivo, de manera que las palabras van ligadas no solo a las realidades que nominan, sino también a sensaciones, o matices sobre las mismas. De este modo, igual que algunos términos desaparecen o están en vías de ello, porque la realidad a la que aludían ha declinado (¿quién utiliza ya el término cedazo?), otros surgen impelidos por los nuevos avances (internet), o por la aparición de sensibilidades impensables en otros momentos (feminismo). Y así ha sido siempre para garantizar la lengua su fin esencial: el entendimiento entre sus usuarios.

Siendo esto así, conviene no olvidar que la aparición de algunos términos, bien como neologismos, bien como cultismos, o eufemismos no solo surge de la necesidad de denominar algo, sino que lleva consigo una intencionalidad más allá de lo descriptivo, sea para dulcificar una realidad (tercera edad, o clases más necesitadas), sea precisamente para lo contrario, ahondar en ella y al mismo tiempo hacer una denuncia sobre la misma, como es el caso de las palabras que encabezan estas líneas.

Viejos y pobres han existido toda la vida y a ellos se ha aludido con distintas palabras. Sin embargo, todas ellas tenían en común, con mayor o menor acierto, el referirse al paso de los años o a la carencia de recursos, sin más connotaciones más allá de algunos contextos. Anciano, abuelo, vetusto, decrépito, o estropeado se centraban en el hecho del paso de los años, de la misma manera que indigente, menesteroso, mendigo, pordiosero, o pedigüeño lo hacían sobre el hecho de carecer de recursos y sus consiguientes derivados de dedicarse a mendigar o de falta de aseo.

Sin embargo, a partir del desarrollismo de la segunda mitad del siglo XX y de la progresiva implantación del Estado de bienestar, que, dicho sea de paso, ni acabaron con los viejos, obvio, ni con los pobres, por desgracia, surge una nueva sensibilidad hacia estos colectivos. A la par que aparecen asociaciones que promueven una mejora de su calidad de vida surge también algo tan cuantitativamente novedoso como para que el sistema lingüístico precise de un término: el odio a esos colectivos. Es decir, mientras que durante siglos los pobres habían sido olvidados o utilizados y los viejos eran tenidos por referentes o, también, eran olvidados, colectivos significativos de las nuevas sociedades happy flower los odian sin ambages, en el caso de los pobres, o los discriminan, que no es lo mismo que ignorarlos, pero todo se andará.

Ante realidades tan graves que atañen al conjunto de la población en tanto que cualquiera las puede padecer y, desde luego, todos debemos contribuir a su erradicación, estos términos calan poco y tarde en la población, lo que contribuye a que la realidad a la que aluden se enquiste por mucho más tiempo que si aludiésemos a ella con claridad y rotundidad

El psiquiatra y gerontólogo Robert Neil Butler acuñó, en su libro Ageism: Another Form of Bigotry, publicado en 1969, el término ageism, del que surge el préstamo ageísmo y de ahí edadismo, para referirse a la discriminación por edad, sobre todo de las personas mayores. Por su parte, el término aporofobia es un cultismo procedente del griego áporos (carente de recursos) más phobía (temor), si bien en su paso al castellano la fobia traslada su significado a aversión o rechazo como consecuencia, sin duda, del temor, y de esto ha escrito excelentemente la catedrática Adela Cortina en su libro Aporofobia, el rechazo al pobre: Un desafío para la democracia.

Me parece indiscutible que ahora mismo, incluso circunscribiéndome solo a España, no hay más pobres que en el siglo XIX y no digamos en el siglo XII, de la misma manera que me resulta evidente que, aun habiendo más viejos que entonces por razones obvias del aumento de la población y de la prolongación de la vida, estos gozan de mejores condiciones que las que tuvieron ni siquiera hace un siglo. Sin embargo, tenemos que esperar a años muy recientes para que el Diccionario de la RAE aluda al edadismo y la aporofobia y ello, como siempre, porque la sociedad no había puesto en circulación dichos términos y no lo había hecho porque no tenía la más mínima necesidad, fuese por inexistencia de la realidad a la que aluden, o por falta de sensibilidad hacia la misma.

En cualquier caso, aquí están instaladas y hasta con campañas denunciando esa realidad. Y bien está que así sea. Ahora bien, cuando para aludir a una realidad enojosa se tira de cultismos o préstamos, cuando lo más sencillo hubiese sido colocar las palabras odio o discriminación, mucho me temo que no solo hay un prurito culto o de economía de la lengua, sino que, quizá sin pretenderlo, aparece una especie de suavización, envoltura, o distanciamiento de esa realidad que justamente se quiere evidenciar. Discriminar a los viejos, u odiar a los pobres parecen expresiones demasiado agresivas para estas sociedades instaladas en el buenismo, el hedonismo y hasta me atrevería a decir que en la ocultación de las realidades tras las palabras. Pero es que esas realidades son así de duras y cuantos menos paños calientes para denunciarlas tanto mejor si lo que queremos es erradicarlas.

No estoy diciendo que edadismo o aporofobia me parezcan términos inadecuados, máxime teniendo en cuenta mi condición de filólogo. Lo que sí digo es que, ante realidades tan graves que atañen al conjunto de la población en tanto que cualquiera las puede padecer y, desde luego, todos debemos contribuir a su erradicación, estos términos calan poco y tarde en la población, lo que contribuye a que la realidad a la que aluden se enquiste por mucho más tiempo que si aludiésemos a ella con claridad y rotundidad. Supongo que los lectores compartirán conmigo que las reacciones de una población son muy distintas, tanto en su intensidad como en su rapidez, si en lugar de decirles que estamos en un conflicto armado se les dice que estamos en guerra.

Merecería otro espacio el plantearnos por qué en estas sociedades que presumen de desarrollo, incluso cultural, surgen esa discriminación u odio ante realidades ancestrales como la vejez o la pobreza. Quizá no fuese aventurado señalar como un factor el debilitamiento de la vida en comunidad y el incremento del individualismo. Pero, como decía, esto será para otro momento.

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