Estabilidad, un gobierno para todos y a trabajar

Editorial

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España, Castilla y León y, por supuesto Zamora, necesitan estabilidad, un gobierno para todos y romper con la interinidad que imponen las expectativas electorales. Las dificultades apremian: el reto demográfico, el déficit, la deuda, la presidencia de la UE, el estado de bienestar, la conclusión del Corredor del Duero hasta Portugal... No acaba de terminar una dura campaña y empieza otra que aún puede ganarla en sordidez. El objetivo principal al parecer, así se expresó tras ser convocados los comicios y lo presagian los primeros movimientos, no consiste en dirimir las mejores soluciones a los problemas del país, ni las recetas adecuadas para facilitar la vida a los españoles, sino en clarificar si estos son de izquierdas o derechas. Ejercer la política como un arma de destrucción ideológica o de mera supervivencia y no de unión de voluntades por el bien común solo aporta calamidades.

Con una docena de parlamentos autonómicos y las corporaciones por constituir, llegan para interferir el proceso unas inesperadas elecciones. Entre dimes y diretes, riesgo de año en blanco. El populismo, el oportunismo, el radicalismo y el insulto han acabado por adueñarse de las estrategias. Si de verdad Pedro Sánchez cree que los siete millones de votantes que optaron por el PP en las últimas municipales son unos ingratos trumpistas y unos fascistas redomados y Feijóo piensa en movilizar el voto el 23J para descabellar al sanchismo sin propuestas con las que aumentar la competitividad de España y desarrollar su potencial, tenemos un grave problema. A estos estériles planteamientos conduce la insufrible polarización que estoicamente vienen soportando los españoles. Tensar la cuerda enfrenta a la nación y la empobrece.

La política en ebullición partidista se ha convertido en fuente de desasosiego y su sentido es justo el contrario, modelar remedios factibles, duraderos, y escuchar incluso a los rivales

Aunque la legislatura ciertamente ya estaba tocando a su fin, la súbita maniobra desde el Gobierno más parece perseverar en la huida hacia adelante, una osada apuesta plebiscitaria al todo o nada, que en una asunción de responsabilidad por la derrota. La jugada tampoco desagrada a la oposición, que la contempla como un atajo para el vuelco. España lleva cinco comicios generales en poco más de siete años, lo que da un promedio récord de una llamada a las urnas cada dieciocho meses, sin contar unas cuantas convocatorias de otro carácter por el medio cuyos resultados no dejan de extrapolarse en claves muy diferentes a las de su ámbito. Muchos electores defraudados sienten que los gobiernos sirven de poco. Duran menos que el líquido de frenos, lo que genera abulia, desafección y rechazo. Especialmente en Zamora, donde la abstención es cada vez más alta.

El ajetreo, en vez clarificar el panorama, lo complica a costa de empantanar la buena gobernanza. Las legislaturas deberían estar para agotarlas, salvo cataclismos, y los presupuestos, para cumplirlos. Pero se ha perdido cualquier respeto a las formas que dan sentido a la democracia, ya sea para atosigar a las instituciones y doblegarlas, abusar del mando por decreto o confundir el partido con el gobierno y viceversa, o en la hora inédita de acudir a las urnas en vacaciones por conveniencias personales o para acallar disidencias. Únicamente los palmeros entendieron la fecha. Las nuevas formaciones, en vez de responder a esos males con control, reformismo y generosidad, acabaron agrandándolos. Partidos-válvula tan emocionales para canalizar el rechazo como efímeros, desaparecen a la primera tormenta.

Los países, las regiones, los municipios se vertebran decidiendo para las mayorías, no aflorando lo peor de cada dirigente y fomentando el revanchismo. Esa base amplia y transformadora de apoyos no se construye solo con los militantes propios. Ni siquiera con los simpatizantes del mismo espectro. Lo saben bien los alcaldes con respaldos apabullantes el pasado domingo. El PSOE nacional renegó de esa vocación transversal al dejar de navegar en la zona templada para destrozar al enemigo y entrar en una deriva personalista sin contrapesos contraria a su tradición. El PP cuidó poco los procedimientos, mantuvo demasiadas posiciones erráticas y gustó de apuñalar al líder a cada tropiezo. La política en ebullición partidista se ha convertido en fuente de desasosiego. Su sentido es justamente el contrario: modelar remedios factibles, duraderos, y escuchar incluso a los rivales. Culpar a la prensa o al error del elector de lo que a uno le pasa peca de soberbia y ofende. Ojalá no llueva otra sucesión de ruido y bronca. Los ciudadanos merecen un poco de tranquilidad.

El golpe de efecto de Sánchez tendrá, sin duda, trascendencia para la propia maquinaria interna de los partidos, incluidos los propios socialistas, que el viernes hacían públicas las candidaturas con los mismos nombres al Congreso y al Senado, como si los resultados de las municipales no merecieran la más mínima reflexión. El aspirante a revalidar escaño en el Senado, José Fernández Blanco, tiene pendiente la negociación para gobernar el Ayuntamiento de Puebla, con un triple empate de concejales. Deberá compaginar tan trascendental tarea con una nueva campaña. Otras formaciones de nuevo cuño, como Zamora Sí, se han apresurado a dar el paso al frente. Da la impresión de habernos sumergido en una loca carrera por el poder y la influencia partidista, por encima del interés general. Algún día habrá que colocar las políticas de Estado o de territorio por encima de los bloques. Urge reanudar la marcha con altas miras. Pónganse a trabajar cuanto antes.

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