La Opinión de Zamora

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Eduardo Ríos

Desde los Tres Árboles

Eduardo Ríos

De camposantos y celebraciones

Más allá de la significación cristiana, el embellecimiento floral de los cementerios forma parte de una tradición que se remonta a nuestros ancestros

ZAMORA. CEMENTERIO ZAMORA JOSE LUIS FERNANDEZ

Es mediodía y del alto de Carmona, justo donde empiezan las estribaciones de La Culebra, baja olor a tomillo y jara. Una suave brisa mueve la hojarasca arremolinada en torno al camposanto y desde la parte baja de La Picota llega un rumor de cencerros. Es un día frío y azul. A lo lejos ladran perros. Nada especial. Podría ser un día más de este otoño que se resiste, pero éste es diferente. Hoy es uno de noviembre y el cementerio de mi pueblo está de gala. Resplandece.

Sus paredes austeras y los miles de flores primorosamente dispuestas le dan un fulgor especial. Durante las tardes anteriores los vecinos fueron colocando los primorosos ramos sobre las tumbas y nichos hasta convertir el camposanto en un inesperado oasis de perfumes y colores. Crisantemos, margaritas y azucenas realzan con su sencillez las cruces de piedra y compiten en esta singular celebración.

Me invaden los recuerdos y recorro las asimétricas calles como quien recorriera una casa abandonada y llena de habitaciones a la que se vuelve después de mucho tiempo, con curiosidad y con temor al mismo tiempo

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Más allá de la significación cristiana, el embellecimiento floral de los cementerios forma parte de una tradición que se remonta a nuestros ancestros. Bajó de las majadas antes que las llanuras se parcelaran y convirtieran en heredades, a todos alcanza sin distinción de ministerio y en esta tierra fronteriza que tanto sabe de tintas y pergaminos surge con la naturalidad con la que crece el grano. No está escrita en los libros y cuando nosotros nos hayamos ido otros la continuarán con el mismo reconocimiento que ahora expresamos a quienes por aquí pasaron.

Pienso en ellos. Ateridos de frío, así deben estar, tiritando en esos escasos centímetros cuadrados de infinita soledad bajo cientos de lápidas mortuorias. Me invaden los recuerdos y recorro las asimétricas calles como quien recorriera una casa abandonada y llena de habitaciones a la que se vuelve después de mucho tiempo, con curiosidad y con temor al mismo tiempo. Abriendo y cerrando puertas. Atisbando momentos y sensaciones.

Leo los nombres y las fechas. Están grabados en los epitafios junto a sentidos mensajes con palabras doradas que tienen un no sé qué de sortilegio. “Siempre...”, “espérame… “, “nunca...”, “jamás...”. Oigo sus voces, me llegan de todas partes confundidas con las de los que aquí quedaron. ¡No doy crédito! Es como si hubiera desaparecido esa línea divisoria que separa la vida de la muerte o el tiempo se hubiera detenido en algún momento de sus biografías. El gritería es ensordecedor. La cabeza me da vueltas. Tengo vértigos. Me siento un intruso entre tanta confidencia y por un momento percibo la realidad corpórea de todos ellos a mi lado y departiendo.

He perdido la noción del tiempo. Es hora de regresar pero antes de abandonar el camposanto descubro en uno de los laterales una pequeña tumba sin lápida alguna, ni tan siquiera una losa que la señale. Nunca había reparado en ella. Está marcada en la tierra con cantos que forman un rectángulo con una sencilla cruz de madera carcomida en uno de los extremos.Quizás sea la más humilde de todo el cementerio y debe tener muchos años porque el tiempo ha borrado el epitafio por completo, sin embargo, en el centro hay un corazón hecho de margaritas y rosas recién cortadas... Siento escalofríos. La noche está a punto de caer. Vuelvo a casa.

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