En estas últimas jornadas hemos asistido a la tramitación parlamentaria de una ley educativa inoportuna, anclada en la trinchera ideológica e incapaz de sumar sensibilidades para la construcción de un proyecto común. La sociedad civil, aunque adormecida por la tragedia del COVID y equivocadamente persuadida de que los problemas de este país son competencia exclusiva de la clase política, ha elevado su voz para decir “¡Basta!”. Y ese grito, sostenido por casi dos millones de firmas, no sólo se eleva contra la llamada “Ley Celaá”, sino también contra una manera de entender la política que amordaza a los que se supone no afines, condenándoles al ostracismo académico sin mayor reparo.

Sin duda la ley aportará ciertas mejoras al sistema educativo, pero no podemos obviar que se instala en el recurrente error de una parte de la izquierda de combatir a pecho descubierto el principio de la “demanda social”. Parece que el paternalismo estatalista es el que decide cómo debe educarse a la prole. Por eso, nunca dejaron de sonar los tambores de guerra contra los colegios concertados y la clase de religión, curiosamente dos opciones plenamente constitucionales, con resultados históricamente contrastables y que han gozado de extraordinaria salud hasta la fecha. Pese a la elevada demanda de ambas, la ministra, sabedora del irreparable daño que la escuela católica y la clase de religión hacen a las conciencias de los españoles, propone con la LOMLOE su arrinconamiento para que, si fuera posible, se agostasen por inanición. Es llamativa su postura, máxime cuando ella, sus hijas y sus nietas estudiaron y estudian religión en centros concertados.

En el debate local no se ha utilizado menos demagogia. Se ha dicho por ejemplo que solo los niños ricos pueden pagarse el uniforme o las actividades extraescolares “obligatorias”. También se arguye que la escuela pública es laica, que solo la escuela estatal atiende a los alumnos de la zona rural porque los concertados no se instalan allí, que los profesores de religión son poco menos que catequistas elegidos a dedo por el obispo o que esta asignatura evalúa conceptos de índole moral, no mereciendo ser tenida en cuenta para su computabilidad académica.

Estas afirmaciones responden sin duda a discursos desenfocados, además de inciertos en lo que nos toca, a saber: Las escuelas que en Zamora usan uniforme lo hacen por razones prácticas, porque igualan a todos, evitan distinciones e incluso en muchísimas ocasiones el propio centro termina facilitando las prendas a aquellas familias que no las pueden adquirir; si algunos colegios cobrasen por hacer extraescolares obligatorias deberían ser inmediatamente denunciados, cosa que en Zamora no me consta que haya ocurrido; la escuela pública no es exclusivamente la de titularidad pública, en Zamora son públicos todos los centros porque se financian con el dinero de todos y son accesibles a cualquier familia, independientemente de su credo, patrimonio o color de la piel; la escuela estatal no es laica, en Zamora no hay ningún centro laico, cada cual tiene su ideario propio que, en todo caso, es y debe ser respetuoso con las creencias de sus alumnos y profesores; si los alumnos de la zona rural no pueden ir a la concertada de Toro, Benavente o Zamora es porque la administración pública les niega el transporte escolar gratuito que sí les facilita a quienes se matriculan en el resto de los centros; si la concertada no se instala en la zona rural es porque allí no hay suficiente demanda, igual que el ayuntamiento no construye un campo de deportes donde no hay niños o la diputación habilita un blibliobús donde los números no dan para mantener una biblioteca; en Zamora los profesores de religión son todos graduados universitarios, con formación pedagógica suficiente y en constante reciclaje profesional, si les nombra un obispo, en el caso de los de religión católica, es porque los padres tienen derecho a exigir que los contenidos estén avalados por la autoridad competente; la evaluación de la asignatura de religión no mide la bondad de los alumnos, ni tampoco su adhesión a la fe sino la adquisición de las competencias curriculares previamente diseñada en su programación… Son en definitiva muchos mantras que deben ser aclarados desde el sosiego y el diálogo, cosa que esta ley ha evitado al expulsar a la comunidad educativa de la tramitación parlamentaria.

Hubiera venido bien el debate sincero, limpio de prejuicios y orientado a la búsqueda de un modelo educativo con todos y para todos. Isabel Celaá pasará a la historia como la hacedora de un nuevo fracaso educativo. Y van ocho en cuarenta años.

(*) Delegado diocesano de Enseñanza