Crecían altos, frondosos, sanos, desde hacía más de veinte años al final de la calle Magallanes de Zamora, en un ensanche ajardinado frente al parque León Felipe, resguardados por edificios en forma de ángulo recto, protegidos de vientos y vendavales. Embellecían, majestuosos aquel entorno.

Pero un buen día de estos -voy a suponer lo que pasó-, un vecino los miró por vez primera y horrorizado exclamó: ¡Qué barbaridad, cuánto han crecido!... Y si los tira en viento y caen sobre los coches aparcados a unos metros, porque a estas alturas, ya deben ser muy viejos y estar carcomidos. Y además, ¡vaya lata!, no me dejan ver el ir y venir de los coches por la autovía Cardenal Cisneros, subiendo, bajando, bajando y subiendo. ¡Qué me importa a mí, que estén oxigenando el aire que respiro, el que ventila y airea mi casa todos los días! ¡Qué me importa a mí que sean el aseladero de los humildes gorriones y el cobijo del mirlo que todas las madrugadas deja oir su aflautado canto! Yo lo que quiero es que llegue hasta mí el dióxido de carbono de los coches que suben y bajan, bajan y suben por la autovía. Ese es el paisaje que yo quiero, no estos peligrosos y estorbantes abetos. La junta de vecinos aprobó tan contundentes argumentos y los sentenció a muerte, lo que se cumplió el pasado día 5 de este mes. Una prepotente grúa y una inmisericorde sierra desmenbraron las ramas y redujeron a patéticos troncos toda aquella belleza. Qué desolado vacío en torno! ¡cómo se puede sentir y tocar la muerte, la peor, la que el hombre provoca inecesariamente, por capricho, la que se nutre de sus fantasmas y miedos.

¡Qué importan dos árboles menos en Zamora!... Ahí está la isla desde la que se pasa al Club Náutico, pidiendo a gritos una seria reforestación. ¡Qué más da!