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Ni coleccionista, ni nostálgico

Sobre el fracaso de ventas de la vigesimotercera edición del Diccionario de la Lengua Española

Más que sorprendido me ha decepcionado la información sobre el fracaso de ventas de la vigesimotercera edición del "Diccionario de la Lengua Española", publicado por Espasa Calpe en 2014 con una tirada de 50.000 ejemplares, para conmemorar los 300 años de la creación de la Real Academia Española, que tuvo lugar en 1713. Pedro Álvarez de Miranda, uno de los actuales miembros de esta insigne institución y director del Diccionario, ha declarado que hubo un error de cálculo y que han sobrado tantos ejemplares que los almacenes de la editorial están llenos de ellos.

Desconozco la cantidad de los ejemplares vendidos. Yo compré el diccionario por 99 euros, porque no se hizo, como en las ediciones de 1992 y 2001, una impresión de dos volúmenes, bastante más asequible a los bolsillos de quienes creemos en la importancia de los diccionarios. Es un precio muy elevado por un solo volumen, e incluso abusivo, si lo comparamos con otros grandes diccionarios, como los seis tomos del "Diccionario crítico etimológico castellano y español" de Joan Corominas.

Lamento que Pedro Álvarez de Miranda, Catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid, haya puesto en tela de juicio la oportunidad de seguir editando el diccionario en soporte papel. "Si se impone la racionalidad -ha asegurado- la tirada en papel podría ser muy corta, para coleccionistas o nostálgicos".

No me considero en modo alguno coleccionista o nostálgico de libros, y mucho menos de diccionarios impresos en papel. Mi biblioteca particular ronda los 4.000 ejemplares, entre los que se encuentran no menos de un centenar de diccionarios y léxicos, sin contar los 115 volúmenes de la "Enciclopedia universal ilustrada", más conocido como "el Espasa", cuyo primer tomo se publicó en 1908, es decir, hace ya 110 años.

Es evidente que la adquisición de libros supone para un trabajador un desembolso económico importante, pero quizá no tanto como lo gastado por un español medio en bebidas al cabo de un año. Todo es cuestión de prioridades o de necesidades. Mi buen amigo, el pajarés Francisco Salvador, no lee, porque, según me ha comentado, al abrir un libro le lloran los ojos. Este lloriqueo que desea evitar no resta un ápice a su aguda inteligencia, acumulada en contacto con la naturaleza y con las personas mayores, que son una magnífica universidad en los pueblos. Sabios de esta calidad que, una vez terminada la escuela a los 14 años, han leído poco o nada, hay muchos en los pueblos. Mi amigo es uno de ellos y tiene, además, una memoria prodigiosa; puedo dar fe de ello porque fue un gran colaborador cuando abordé la recopilación de léxicos en Pajares de la Lampreana.

Para quienes realizamos algunos estudios, en mi caso filosofía y periodismo, los libros son una herramienta no solo necesaria, sino además imprescindible. Si nos da por escribir, los diccionarios son todavía mucho más indispensables. Y si, en un acto audaz pero gratificante, acometemos la tarea de recopilar un habla rural que va desapareciendo al mismo ritmo que la población, tenemos necesariamente que consultar los primeros diccionarios de la lengua castellana, como el de Sebastián de Covarrubias de 1611 y el de Autoridades de 1726, en cuyo tomo primero se dice: "Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua".

En ellos aparecen la etimología, los distintos significados y la evolución de las palabras. Covarrubias, por ejemplo, recoge muladar, pero explica que "porque es fuera de los muros (se refiere al estiércol) se dijo muradal, y de allí muladar, trastocando las letras". En la Tierra del Pan no se ha producido la metátesis y se sigue diciendo muradal, vocablo que, como señala Autoridades, "es más conforme a su origen". De hecho, en el "Libro de buen amor", publicado en el año 1330, el Arcipreste de Hita dice literalmente: "en un muradal andava el gallo cerca un rrío".

Es claro que el soporte físico o virtual de las palabras de nuestra lengua puede cambiar, pero es poco acertado asegurar que la impresión en papel está reservada a coleccionistas o nostálgicos. A muchos nos gusta no solo ver las palabras, sino saborear el olor a tinta, palpar el papel en que están impresas y agradecer, en algunos casos, su magnífica tipografía y encuadernación. Es, además de un homenaje a Johann Gutenberg, el inventor de la imprenta moderna a mediados de siglo XV, una manera de contribuir a preservar esos recintos sagrados de la difusión de la cultura que son las librerías.

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