Anteayer algunos celebraron el famoso Halloween, esa americanada que lentamente invade nuestras calles y que, sin saberlo, pretende confinar el recuerdo de la muerte al silencio, camuflado entre el bullicio de los disfraces, el alcohol y las calabazas. Parece así querer ahuyentarla o, por lo menos, dejarnos anestesiados ante su presencia amenazadora.

Por el contrario, hoy, día de los Fieles Difuntos, la Iglesia enfrenta la muerte reconociéndola y celebra la esperanza cristiana en la vida de después. No vive el creyente en un paraíso infantil imaginario donde la muerte esté ausente, sino que la fe bíblica conoce la tragedia de la angustia humana ante el recuerdo del morir: «No hago más que pensar en ello y estoy abatido». Este recuerdo puede amargar la existencia y «arrancarnos la paz y la dicha». En el creyente, además, puede convertirse en una falta de confianza en Dios mismo y motivo de desesperación: «Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor». El mismo Jesús en la cruz oró con el salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», mostrando su «bajada a los infiernos» del miedo humano ante la muerte y el silencio de Dios.

La muerte es mala y es real, pero «hay algo que el creyente trae a la memoria y le da esperanza: que la misericordia del Señor no termina». Los salmos oran una y otra vez con esta confianza: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra». El creyente sabe en su interior que Dios, al que invoca, no lo abandonará: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Es una espera angustiosa, no libre de miedos, sufrimientos y dificultades, pero confiada en un vivo deseo de salvación: «Mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora». Todo esto ocurre en el interior de la persona, que «espera en silencio la salvación del Señor».

Al cristiano no le gusta la muerte, pero mantiene la esperanza en la promesa de Jesús, convencido de que «si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya». No somos un mero producto de la evolución o del azar, no somos carne para los gusanos, sino que como hijos de Dios, creados por su amor, somos llamados a una vida eterna junto a Él en la gloria. Y la puerta para esta vida es la muerte, a la que san Francisco llegó a cantar: «Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!», y santa Teresa a desear: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero». Dejemos que «los muertos entierren a sus muertos»; nosotros, vayamos a celebrar la vida.