Entre las cosas irrecuperables, está el asombro del lector de los primeros tiempos, algo que no alcanza a remedar ni el mejor hallazgo del lector maduro. En la memoria de ese momento de entrega casi ilimitada a la dicha de los libros está la marca indeleble de «Cien años de soledad». Podremos conocer después al periodista Gabriel García Márquez redimido del que él consideraba el mejor oficio del mundo gracias la literatura, al autor enfundado en lo que llamaría un overol para remarcar que el oficio de la escritura es tarea de jornada laboral, que exige una disciplina de taller que comienza por la misma indumentaria.

Antes de conocer el estruendo del «boom» de la literatura latinoamericana en toda su dimensión, de saber del desencuentro de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, de origen incierto y con final violento, de que el mundo le otorgara los mayores reconocimientos, «Cien años de soledad» ya se había apoderado del lector primigenio. El descubrimiento de aquella escritura selvática, de una frondosidad insólita, las existencias tejidas con la fuerza narrativa de lo que antes se ha contado de viva voz ante un audiencia que se desentiende cuando la historia decae, tiene un efecto perdurable todavía hoy, cuando tantos libros llegados después se han diluido en el olvido.

En el intento, inútil, de recuperar ese asombro, el lector agradecido seguirá fiel a García Márquez, aunque esa lealtad conlleve la desazón de constatar que aquel primer encuentro es irrepetible.