El animus jocandi fue el recurso mejor -el único, en ocasiones- para poder hurtar la crítica al acoso de la dictadura del general Franco. Sólo invocando que se trataba de una broma era posible escapar a la mordaza de las leyes destinadas a cerrarle la boca a cualquier amago de oposición. Mediante el animus jocandi, gracias a la caricatura, al chiste, a la ironía que enseñaba sus cartas, pudo sobrevivir una revista como "La codorniz" a los años peores de la mordaza. Nos proporcionó a los españoles, de paso, algunas de las leyendas más extendidas en el terreno de sacarle punta a la ambigüedad. Desde el huevo de Colón a los pareados maliciosos, la sonrisa era la fuente única de pensamiento alternativo.

No es raro pues, que las caricaturas sean entendidas como un arma peligrosa por quienes no sólo no aceptan una crítica sino que carecen de todo sentido del humor. En realidad la frase es redundante: poco sentido del humor puede tener quien resulta alérgico a cualquier comentario en contra de su persona. Porque es esa la segunda y necesaria condición del animus jocandi: la de ser capaz de reírse de uno mismo.

El fundamentalismo islámico ha puesto el grito en el cielo porque un periódico danés publicó una caricatura de Mahoma con tocado de bombas y otra de un paraíso que se vaciaba de vírgenes ante la abundancia de mártires reclamando el premio. Lo que vendría luego estaba cantado: el boicot a los daneses -hasta llegar al cierre de embajadas-, la amenaza nada sutil, la quema de efigies y banderas. Como también previsible respuesta, la publicación en diarios de toda Europa de los chistes porque, como declaró el director de un periódico francés, "tenemos derecho a caricaturizar a Dios". En realidad, de eso se trata. ¿Tenemos derecho? ¿Nos permite el Estado laico, la república de ciudadanos libres que sucedió al Antiguo Régimen, el animus jocandi?

La única respuesta digna de los herederos de la Ilustración ha de decir que sí con la rotundidad que sea necesaria. Basta ya de marchas atrás, de introducción solapada de fiscales y jueces con obediencia religiosa, de imposición de la censura bajo el disfraz de la tolerancia. La reacción fundamentalista es eso, reacción, y no sólo cuando viene desde el lado musulmán. Porque el peligro de la confesionalidad islámica, con ser grande, no es el único. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha caído en manos de quienes se denominan con el eufemismo de "conservadores" pero son cristianos militantes. Con una regularidad más que sospechosa, aparecen en ese país los intentos de acallar a la ciencia invocando -en nombre de la tolerancia, de nuevo- el derecho a explicar la Biblia en las aulas como alternativa supuestamente científica a la teoría de la selección natural. ¿Qué sucederá cuando el próximo pleito de ese estilo llegue al Supremo de Washington?

El animus jocandi dibujó a Darwin hace siglo y medio con el cuerpo de un mono. Se trata de una caricatura que no lleva a ningún científico a proclamar la guerra santa en contra del humorista: sabemos reírnos de nosotros mismos porque nuestros padres ilustrados nos enseñaron a hacerlo. Pero a los fundamentalismos crecientes les indigna la libertad de crítica y exhiben -ya sin necesidad de invocar tolerancia alguna- las mordazas. Antes de que sea demasiado tarde, convendría recordar que fue Brecht quien nos advirtió de la necesidad de decir a tiempo "basta".

El escritor Camilo José Cela Conde estará mañana en el Club

La Opinión-El Correo