estamos en pleno estío, tiempo de veraneo, descanso y fiestas patronales que convierten nuestros pueblos en un paraíso terrenal propicio para disfrutar de la vida que, la ignorancia de unos pocos, puede convertir en tragedia, dolor y muerte. Padres, madres y abuelos están preocupados y razón no les falta. Esta tierra, la alistana, tabaresa y albarina, sumida en la soledad durante invierno, primavera y otoño resurge de sus cenizas gracias al regreso de miles de emigrantes y sus descendientes al pueblo que les vio nacer, donde, como no podía ser de otra manera, siempre fueron son y serán bien recibidos. Los abuelos vuelven a sonreír compartiendo calles y plazas con niños y adolescentes que con sus aconteceres devuelven los pueblos a la vida, aunque solo sea durante los meses de julio y de agosto.

Existe temor a los accidentes de tráfico. Un peligro real que quienes visitamos los pueblos, vemos, es patente. La práctica totalidad de los vecinos y visitantes, predican con el ejemplo y manejan su vehículo, con cautela, conscientes que aparte de un invento que da servicio, un auténtico lujo, incumpliendo las normas puede ser fuente de dolor y muerte.

No es consecuente, ni mucho menos normal, más bien es una temeridad, propia de inconscientes, que haya conductores que cuando cruzan por los pueblos emulen a Fernando Alonso con derrapes y salidas a cien: haciendo el tonto.

El pasado año se dieron varios sustos y al paso que vamos, volviendo a las andadas, tarde o temprano habrá algún atropello con heridos o muertos. Luego cuando ya no hay remedio llegarán las lamentaciones y perdones que de poco valdrán al atropellado. Lo que no puede, ni debe ser, es que en un pueblo donde hay que ir a 30 se pase al doble o al triple, más sabiendo de que cualquier boca calle puede salir un niño con una bicicleta o un anciano. Las normas, también las de tráfico y seguridad vial, están para cumplirlas, más cuando la vida está en juego, la propia y las de los demás. Es cuestión de puro sentido común: con la vida no se juega. Jamás.