El coronavirus ya ha ganado la batalla, ya estamos infectados. Lo llevamos enquistado en lo más hondo y hemos llenado la mochila particular con miedo, incertidumbre, fiebre... No hay quien se libre de este mal que no es el cáncer, no es el ébola ni tan siquiera la gripe, pero que está obligando a tomar medidas impensables hace nada. Los gobiernos se afanan en colocar sacos terreros en las puertas de las casas, en los colegios, en las ciudades, en los estadios de fútbol, ¡quién lo diría! La economía mundial anda constipada y todavía algunos -los amos del petróleo- quieren ir más allá y desnudarla para que coja una pulmonía.

La crisis mundial provocada por el coronavirus ya ha escrito algunas lecciones: la unanimidad de los estados a la hora de tomar medidas para proteger a sus súbditos, que llega hasta el aislamiento de grupos de población de millones de personas. Cada cual quiere salvar sus muebles.

En esto lo tienen más fácil los países de partido único como China, donde la libertad individual no cuenta y las decisiones se toman por decreto. ¡A ver si los partidos populistas de Occidente no se apuntan a este mismo carro!

Sorprende la rapidez con la que somos capaces de movilizarnos en el primer mundo ante una amenaza exterior, ante el miedo a la muerte propia o de nuestra gente y no hagamos lo mismo cuando hambrunas, sequías o conflictos de todo tipo matan cada día a miles de personas en países del sur. Es una muestra más de que la condición humana está marcada por una moralidad a la carta y de que los derechos humanos universales solo tienen vigencia en determinados territorios.

El Covid-19 está demostrando la futilidad de nuestro mundo, del sistema que lo gestiona. Nos creemos protegidos por muros de granito y, sin embargo, estamos sentados sobre un mimbrero.

Aquí va una plegaria para acabar: luchemos todos en el mismo frente para cortarle las alas al mal y evitar que acabe poniendo todo patas abajo. La Semana Santa está ahí, a tiro de piedra, ¡qué Dios nos pille confesados!