Ya huele a mies reventona, ese olor seco, pajizo, intenso que inunda los campos. Las cebadas, "amanzanadas", esperan, bajo un sol que refrigera la sombra de los chopos, la cuchilla inmisericorde de la cosechadora. Las horas ya no cuentan, todo está consumado. Si en los próximos días hay noticias, será para mal. Los trigos todavía apuran el último empujón de la vida. Hay que acabar el ciclo, engordar hasta el final, que la naturaleza llega siempre hasta donde puede, ella marca la omega.

Las máquinas engrasan sus rodamientos, sus dueños cuentan los días que quedan para el inicio de la recolección. Serán jornadas intensas, de polvo redivivo, de estirar las sensaciones, de mudar la pelleja.

La campaña de recolección cerealista ya se vislumbra, está ahí, a tiro de piedra. Los cerealistas hacen cuentas, aunque calculan y miran al cielo: esa puta nube, blancuzca, tiene mala pinta.

En cebada, esta campaña puede ser de récord, de las que se apuntan en rojo en el calendario vital de los agricultores. Hay cebadas de secano que brincarán de 7.000 kilos, tiempo al tiempo, apunta el optimista. Pero hay otras que están hasta los ojos (ojones con "c" remarca él) de yerba, sentencia el pesimista.

Los cerealistas hacen cálculos, echan cuentas pero se quedan en la mitad ¿A cómo nos van a pagar el grano? No se sabe, en las últimas semanas ya ni se cotiza en la Lonja. Es el sino de la agricultura: penar y penar con años cabrones y cuando llega uno bueno, los precios por los suelos. No, no, que ahora todo lo marca la Lonja de Chicago y a lo mejor hay una cosecha abundante y precios aceptables, que no por mucho pan el año es malo, apunta el enterado.

Antes de que se dejara de cotizar el grano los precios estaban como hace 25 años. No puede ser. Pues lo es.