Trasladar a viajeros hasta los pueblos del alfoz por caminos de cabras y cobrar en chorizos, montar a nueve militares en un mismo coche desde Montelarreina hasta Toro, ser chófer de los puteros que cada sábado acudían a la capital a aliviar las necesidades o actuar como ambulancias improvisadas para los vecinos hasta los hospitales de Valladolid o Zamora. Todas estas estampas, ahora impensables, conforman la historia de vida de los primeros taxistas de la ciudad del vino. Personas, tan necesarias como olvidadas, que dieron solución a una larga lista de problemas que surgían en el Toro de la posguerra. Simón, Valentín, Teófilo, Fabriciano, Chaparro, Ángel o Carrancholas son solo algunos de los primeros conductores de pasajeros que dieron servicio a la ciudad y sufrieron cientos de perrerías que aún se recuerdan por sus descendientes. Hay de todo.

Ciriaco Morceña Merino es hijo de uno de los primeros conductores que sirvió en esta ciudad. Su padre se llamaba Valentín Merino, aunque todo el mundo lo conocía en Toro como Morceña, un apodo que Ciriaco recuperó en su carnet de identidad a modo de homenaje. «Lo primero que hay que decir sobre esta gente es que nunca se refirieron a su vehículo como taxi, sino que ellos lo llamaban coche de punto», comenta Morceña. Este toresano, afincado en Palma de Mallorca desde hace 42 años, aún recuerda cientos de anécdotas que su padre le contó sobre el mundo del transporte de viajeros.

«En aquellos años, ser conductor era arriesgado por el estado de los caminos; los coches se cruzaban con bestias, arrieros y carros y tenían que compartir la calzada como pudieran», explica Ciriaco. Su padre, Valentín, se encontró con todo tipo de personajes con los que tuvo que tragar «para ganar las cuatro perras gordas que se necesitaban para mantener el coche y comer».

Sin embargo, había muchos clientes que no podían pagar, por lo que se acordaba entre taxista y deudor otro tipo de compensación. «Había pasajeros sin recursos que ofrecían el pago en especias, chorizos, patatas, tocino, verduras y otras cosas; cualquiera menos dinero», comenta Ciriaco. Aunque, en ocasiones, ni si quiera los conductores salían bien parados de estos tratos. «A veces los viajeros llegaban al destino y decían que no tenían ni para comer, por lo que quedaba una deuda con un señor que no conocía de nada y en un pueblo al que no iba a volver jamás», detalla.

Los coches eran los grandes protagonistas de la época. Máquinas que nada tienen que ver con el confort actual y que daban quebraderos de cabeza por doquier. «Los caminos de antaño provocaban muchos pinchazos, lo que obligaba a llevar cuñas de madera, mazas, desmontables para los aros de las llantas y mucho cuidado, porque cuando se soltaban te podían matar», explica Ciriaco. Además, los gélidos inviernos toresanos obligaban a utilizar el ingenio para mantener vivo al aparato. «Recuerdo que mi padre sacaba de noche el agua del radiador y por la mañana la calentaba en la cocina y la volvía echar, porque si no era imposible arrancar», cuenta Morceña.

La cercanía con el, por entonces activo, campamento de Montelarreina, dejó a estos profesionales innumerables anécdotas. «Los militares eran difíciles, porque lo mismo se subían seis atrás y tres adelante para pagar una misma carrera, por lo que estropeaban el coche; pese a todo, eran buenos pagadores así que había que tragar», añade Morceña. «Eso sí, había muchos también que, al llegar al cuartel, saltaban y echaban a correr, dejando la carrera sin pagar», cuenta. Sin embargo, estos no eran los más canallas de la época. «Sin duda, los mayores disgustos se los dio la Guardia Civil de la posguerra, que eran unos sinvergüenzas», relata. «Se ponían en las proximidades de los baches y, al esquivarlos, paraban los coches y los multaban por invadir el carril contrario», expone Ciriaco.

Un oficio el de estos hombres que contaba con peligros añadidos. Las carreteras de estos años eran muy complicadas, por lo que la oscuridad las hacía más aún impracticables. Con todo y con eso, los sábados noche había una rutina que seguir. «Los fines de semana salían viajes a Zamora o Valladolid por clientes que se iban de putas. Conducir de noche era peligroso, por la visibilidad nula, por los faros del coche o por los mismos clientes», detalla.

Hoy en día, todas estas perrerías son impensables para el gremio del taxi. Pero, precisamente por esto, los descendientes de estos conductores, como lo es Ciriaco Morceña, valoran de una manera más especial lo que sus padres debieron pasar para ganar el jornal. «Son unos héroes y es un orgullo ser su hijo», concluye.