asta el proceso de barroquización, iniciado a fines del siglo XVI, la zamorana Cofradía de la Vera Cruz de disciplina no dispuso de imágenes de devoción. Cabe suponer que antes, en las procesiones del Jueves de la Cena y fiestas de la Cruz, no saliesen más insignias que un estandarte y un Cristo crucificado. Y aunque la cultura del Barroco resaltaría la importancia doctrinal de la imagen, la pobreza de la cofradía impidió formar un patrimonio imaginero representativo de la Pasión, de la que estatutariamente estaba obligada a hacer remembranza. En efecto, este era el más pobre en comparación con los formados, en aquellas mismas fechas, por las cofradías de Jesús Nazareno, Santo Entierro y Nuestra Sra. de las Angustias, habida cuenta que tan solo contaba con la imagen de Jesús Nazareno y la insignia titular, es decir, La Cruz. Por tres memoriales conservados en el archivo de la Cofradía de Jesús Nazareno sabemos que en 1668, 1691 y 1694, solicitó se le prestase la imagen de la Virgen de la Soledad para asistir a las procesiones generales, es decir, a las rogativas que traían a la ciudad, de común en el mes de mayo, a las patronas de los partidos del Pan y del Vino, las vírgenes de la Hiniesta y del Viso. Dato que lleva a pensar que aún no disponía de imagen propia, y que para celebrar la función principal - el Jueves Santo - quizás se sirviese de alguna prestada por los conventos en los que tenía su sede. Sea como fuere, y sin datos que lo confirmen, en fecha incierta, adquirió o se hizo con una imagen de la Virgen Dolorosa, de factura anónima y artesanal, obra posible del siglo XVII, que aún conserva. La tradición oral, sin fundamento, la atribuyó a Ramón Álvarez, atribución que en su día desechamos, descartando incluso llegase a retocarla. Siendo pieza de tan escaso mérito y falta de belleza formal no es extraño que en el ánimo de la cofradía estuviese sustituirla, algo siempre pospuesto por falta de recursos. Sin embargo, la ocasión propicia para hacerlo se presentó en los años inmediatos al final de nuestra Guerra Civil, en los que el nuevo estado se afanó en desmontar la obra del laicismo republicano, restaurando tradiciones religiosas y reponiendolas muchas imágenes profanadas y destruidas en la contienda. Por entonces sobraban artistas que lo hiciesen con garantía, si bien es cierto había que buscarlos fuera. Y así fue pues el encargo recayó en un pintor madrileño, aunque con raíces zamoranas: Ricardo-Segundo García Pérez (1903-1984), artista de exquisita formación y brillante currículo, firmándose a propósito el contrato en Zamora el 22 de septiembre de 1941. Sus condiciones contemplaban la hechura de una imagen vestidera de tamaño natural (1,70 mts.), acabadas de talla su cabeza, pies y manos, pintada al estilo tradicional, o sea al óleo, colocada sobre una peana dorada, y el compromiso de darla acabada un mes antes de la Semana Santa del inmediato 1942. También que su precio - cinco mil pesetas - se abonaría en dos plazos: el primero a la firma del contrato y el segundo y último a la entrega de la obra. Otros detalles menores reparaban en los gastos de transporte desde Barcelona, donde por entonces residía el artista, y el arbitraje en caso de incumplimiento del plazo de entrega.

No deja de resultar extraño que se pensase en un pintor para hacer una escultura, aunque es posible que su ofrecimiento o la amistad con algún directivo de la cofradía le proporcionasen el encargo. En cualquier caso fue una apuesta arriesgada, no valorada suficientemente por los comitentes, que desconocían el hacer escultórico de García Pérez. Dicho esto, el que fuese pintor no presuponía que careciese de conocimientos de modelado, técnica que no sólo formaba parte del currículum académico, sino algo que conocía de primera mano por frecuentar los estudios de los que fueron además de sus profesores, amigos: los escultores Miguel Blay y Juan Cristóbal. No dudamos pues de que Ricardo Segundo supiese modelar, aunque en nuestra opinión no tenía experiencia en el manejo de la gubia, de manera que probablemente el pase de la imagen a madera debió de hacerse en algún taller barcelonés. Más difícil es aventurar si en esta obra intervino Rosa Martínez Bau, una desconocida artista catalana que,como nos desveló en su día Pedro Santos Tuda, participó en la hechura del grupo de la Santa Cena.

No hubo novedad y a mediados de marzo de 1942 el artista entregó la imagen. Antes de ser bendecida en la capilla de San Miguel por el vicario general y en presencia de las autoridades en la mañana del 25 de marzo, fue examinada por una comisión eclesiástica, que dio su plácet, estrenándose el inmediato 2 de abril. El trabajo de García Pérez, en mi opinión, es discreto, pero digno. El maniquí, resuelto con sobriedad, y por tanto sin concesiones gesticulantes, presenta largo cuello, rostro terso, adornado con lágrimas postizas, mirada suplicante dirigida a lo alto, manos tímidamente implorantes y pies calzados con sandalias. Su pintura, sin matices, ofrece carnaciones en extremo pálidas, que apenas contrastan con el color de la toca que cubre su cabeza. Para su estreno se vistió con el manto de la imagen vieja, si bien en 1965 se sustituyó de manera arbitraria y desacertada por otro de terciopelo azul, saya carmesí y toca blanca, que remedaba la estereotipada indumentaria de las imágenes barrocas, añadiéndose a sus espaldas una cruz. A partir de 1989 volvió a vestirse con el viejo manto de terciopelo negro bordado, restaurado y ampliado para la ocasión por el taller de textiles de la Escuela de Artes y Oficios de Zamora. Trabajo que fue posteriormente repasado y mejorado en el obrador de las monjas clarisas del Convento de Santa Marina, que también le bordaron una nueva saya.

La prensa local ponderó su estreno con discreción, si bien el liberal "Heraldo de Zamora" llevó la noticia a primera página con titulares destacados y fotografía, que también incluyó en el extraordinario de Semana Santa, haciendo encendidos elogios del trabajo de García Pérez. Por el contrario el falangista "Imperio" y el católico "El Correo de Zamora" se mostraron fríos y parcos en sus crónicas. Es más, el anónimo comentarista de este último diario hizo una ácida y demoledora crítica, para la que no encontramos explicación. Juzguen ustedes mismos: "Muy bien colocada la imagen sobre artística mesa de paso, con rica vestidura y manto negro, nos da la impresión de servir realmente para el culto. La obra en sí es perfecta al modo de la escultura corriente. No es que sobresalga de las ya conocidas, ni pretenda sobreponer su valía a otras mejores, como la de La Soledad. Pero insistimos la talla es aceptable". En un difícil equilibrio de imparcialidad reconocía que era una buena adquisición, ya que mejoraba con mucho en esbeltez a la imagen anterior, aunque dudaba de su valor como pieza devocional: "No creemos, sin embargo, que la nueva Dolorosa llegue a alcanzar entre nosotros la devoción que atraen y cautivan La Soledad y Nuestra Madre. Ricardo Segundo comienza a regalarnos con sus obras. Para ser la primera que a su pueblo entrega, es un éxito la imagen presentada, no obstante esperarlas mejores". No contento con su corrosiva crónica sacó a relucir su petulancia dándole algunos consejos al autor: "Nos permitimos recomendar a Ricardo Segundo la lectura del tratado de Augusto Nicolás sobre la 'Madre de Dios' y de él, indudablemente podrá adquirir caudal abundante de impresiones piadosas, para acertar a dar expresión exacta de la Santísima Virgen en todos sus misterios". Para de paso, aprovechando la ocasión, tirarle una andanada al propio Benlliure: "Esa es la razón por la que el paso de 'Redención' no acaba de llenar el sentimiento cristiano. Como talla es un portento, pero le falta el sentido religioso - mejor fuera decir - la expresión teológica del misterio". El ataque concluía felicitando al artista, al que dedicó una última y humillante perla: "Confiamos en que el tiempo mejorará notablemente sus producciones". Es evidente que quien habla es un cura, no un historiador del arte, eso sí con pedantería y bastante mala baba, que la discreta calidad de la pieza no merecía. Apuntar quién pudo estar detrás es complicado, y sugerir los nombres de Amando Gómez o Bartolomé Chillón, habituales colaboradores del periódico por entonces, no es sino especular. En cualquier caso quien fuese parece esperaba la ocasión para cobrarse alguna deuda. Y vaya si lo hizo.