"Permíteme descansar en tu voluntad y guardar silencio"

(Thomas Merton)

Que nadie se ofenda si digo una obviedad: España es un país de tradición católica. El catolicismo fue en los siglos XVI y XVII la religión nacional, y nuestro país el adalid de su defensa y unidad en Europa. Esa tradición se ha mantenido, pese a las muchas vueltas que ha dado el mundo, y aún está muy presente en nuestra cultura festiva.

Durante el siglo XIX nuestro cambiante constitucionalismo nunca cuestionó que la religión católica era la del Estado, y pese a los desencuentros con los liberales, que fueron muchos y gordos, la Iglesia pudo realizar su labor con libertad, singularmente tras la firma de un nuevo concordato en 1853. Durante el siglo XX fue aliada de la monarquía, y odiada por las nuevas ideas -republicanismo, socialismo y anarquismo- de manera que nada más proclamarse la II República fue objeto de la ira de los radicales de izquierda, que se emplearon con saña, ante la pasividad de las autoridades, en quemar y saquear conventos, como ya lo habían hecho un siglo antes los liberales. La República también se constituyó como estado aconfesional, y beligerante con todo lo religioso. Ni que decir tiene que en los primeros meses de la Guerra Civil, en la zona republicana, comenzó una despiadada caza de religiosos, la destrucción sistemática de gran parte del patrimonio eclesial, y la persecución de los católicos laicos por el mero hecho de serlo. No es necesario recordar aquí que esa salvaje persecución se cobró la vida de trece obispos, más de cuatro mil sacerdotes, y algo más de dos mil quinientos frailes y monjas, y llevó a la Iglesia a mirar para otro lado ante la no menos feroz respuesta desatada en la zona nacional contra obreros, sindicalistas y librepensadores. Tras el triunfo de los sublevados, la Iglesia, que legitimó la guerra como cruzada, vivió una época dorada: le fueron devueltos sus seculares privilegios, repuesto y acrecentado su patrimonio y el Estado, que volvió a ser confesional, garantizó su subsistencia y protección.

Durante el último siglo las tradiciones religiosas, pese a los cambios aludidos, pervivieron y se transformaron al compás de los tiempos sin mayores problemas. Su aceptación popular y fuerte componente cultural sin duda han jugado a su favor. Aquí en Zamora, el redescubrimiento de la Semana Santa durante la segunda mitad del siglo XIX, en el momento en que se fraguaba la identidad político-administrativa, la elevó a fiesta señera del calendario festivo. Durante el primer tercio del siglo XX la celebración acusó el lento pero constante avance de los procesos de secularización, manifestado en la reducción del número de cofrades. En los años del Directorio Militar de Primo de Rivera, las tradiciones religiosas conocieron un cierto repunte, que en Zamora habría de tener su reflejo en la fundación de la Cofradía del Cristo de las Injurias, popular del "Silencio", por el juramento que sus hermanos hacen de no hablar durante el recorrido de la procesión. La cofradía tuvo en los años siguientes un crecimiento discreto, formando en sus filas mayoritariamente la burguesía de los negocios, profesiones liberales y funcionarios. Los ecos del anticlericalismo apenas si se dejaron sentir durante la II República, si bien, más por precaución que por verdaderas razones de seguridad, las procesiones algunos años no salieron. Tras la Guerra Civil, al amparo de la recatolización forzosa, la Semana Santa creció como nunca, fundándose por el aparato del régimen la Cofradía de Jesús en su Tercera Caída, y por los sectores laicos afines a la derecha radical católica las del Vía Crucis (erigida durante la contienda) y Jesús Yacente. En este contexto de ultracatolicismo, en 1945 se celebra por primera vez la ofrenda de silencio de la ciudad por el alcalde, a la sazón el militar falangista Marcial Cirac. Y aunque el nuevo rito no estaba en el derecho fundacional de la cofradía, nadie lo cuestionó, perviviendo por pura inercia hasta nuestros días.

Es evidente que la presencia de los representantes del Estado en un acto religioso remite a épocas pasadas, las del Estado confesional, por eso no se entiende que aún hoy se coronen vírgenes o se les conceda la medalla de la provincia, o cualquier otra distinción, como si estuviésemos en los años de plomo del nacionalcatolicismo. Desde la Transición se ha echado en falta la valentía de los alcaldes, de cualquier signo político, de renunciar a presidir procesiones, y hacer el Juramento del Silencio. Los de la derecha porque están convencidos de que Dios tiene carné del PP, y los de la izquierda porque no acaban de conocerse a sí mismos. Se podrá argumentar que el PSOE cuando en 1985 obtuvo por primera vez a la alcaldía, por puro pragmatismo, no realizase cambios al respecto, contemporizando con la "normalidad". Pero el que el actual primer teniente alcalde se ofreciese voluntario para realizar el juramento, resulta esperpéntico. El socialismo democrático tiene necesidad de definirse: no se puede proponer la separación efectiva Iglesia-Estado, suprimiendo incluso la mención a la Iglesia católica en la Constitución, estar en contra de que la religión forme parte del currículo educativo, defender la actual ley del aborto? Y luego estar dispuesto, por oportunismo político, a rezar ante una imagen. El reproche es válido también para los chicos de la derecha liberal, y en concreto para su portavoz municipal, que ha querido sacar provecho político en esta frustrada polémica, discretamente zanjada por obispo y alcalde. Tampoco se entiende muy bien que algún presidente de cofradía con tal de que no hubiera cambios en la tradición diese por buena la impostura del alcalde asistiendo a algo en lo que no cree. Como bien dice mi párroco, es paradójico que nos den lecciones de coherencia precisamente los no creyentes.

La decisión del alcalde ha de entenderse no solo como un acto de coherencia personal, sino también de respeto hacia los creyentes. No obligará a hacer grandes cambios, es más, en mi opinión, debería propiciar un debate sobre la conveniencia de la presencia institucional de las autoridades civiles en los cultos, que se mantiene por pura vanidad (protagonismo) e interés (subvenciones). Ya Unamuno denunció que los estados se apropien de la religiones y las religiones de los estados. La solución dada por la directiva, ya contemplada en los estatutos vigentes, bien podría ser definitiva. Es más, la ofrenda del silencio en nombre de la ciudad, la haga quien la haga, presupone hacerla en nombre de todos, creyentes o no, algo que no deja de ser contradictorio. De manera que lo sensato sería suprimirla por el rezo de preces, "pauca sed bona". Además, es incomprensible que la salida en procesión de la imagen del Cristo de la Injurias no se solemnice litúrgicamente. Ya sé que proponer aquí estas cosas no deja de ser un brindis al sol, pero sin puritanismos caducos merecería la pena celebrar una vigilia contemplativa (silencio) y orante (palabra) como acto preparatorio para los cofrades. Una cosa más que me harto a repetir: el silencio de la procesión no debería ser roto por el ruido de tanto tambor.