Ha sido dura la batalla para conseguir que Las Edades del Hombre tuvieran como escenario en el año 2016 la ciudad de Toro, en la provincia de Zamora. En la empresa hemos participado, en la medida de las distintas posibilidades, todos los que amamos a esa ciudad y estamos entusiasmados con algo tan excepcional como son Las Edades del Hombre. Por fin se ha conseguido. En la exposición podrán contemplar los visitantes numerosas obras artísticas, presentadas bajo la denominación de Aqva, y que los llenarán -más o menos-, como ocurre en todos estos espectáculos. Pero lo que caracteriza a esta edición es que se celebra en una ciudad interesantísima por su pasado histórico y cultural, que conserva en el presente lo principal de esas características, unido a una riqueza de siglos manifiesta en el vivo presente. Para los que hemos vivido esa ciudad, desde su extensísimo término y en su vasto y rico callejero; que soñamos un día con que sería nuestra morada permanente, enriquecida con la práctica de la aspiración docente, en vida, y cubiertos por la amada tierra después de la partida, guarda la ciudad de Toro una fuente de amable recuerdo y triste añoranza. Desde lejos nos embelesamos en el recuerdo; y, ante la imposibilidad de revivir la permanencia, sentimos esa añoranza que produce lo que se tuvo y se perdió, a pesar de la entusiasta posesión ansiada como duradera para siempre.

Desde la dehesa de Timulos, límite de Toro y Zamora con la vecina provincia de Valladolid, pude ver a diario, durante varios años, la fachada de la ciudad, con su Colegiata y su Alcázar festoneados por paseos breves, o largos paseos del Carmen limitados por las amenas y fructíferas Escuelas de Allende. Acercándome más, en viaje de negocios: unos para abonar derechos de estudios, y otros para efectuar compra ordinaria, pude experimentar la dificultad de entrar en aquella permanente vigía empinada sobre una imponente barrera, surcada por caminos y barrancos que invitaban a la arriesgada escalada. Pude gozar más tarde de todo el contenido de la ciudad admirada, en dos espacios de la vida: de los doce a los dieciséis años, durante las vacaciones que se me concedían en el Seminario de Zamora y que disfrutaba en casa de mis padres junto a mis hermanos y a otros amigos seminaristas; años más tarde, cuando ya había conseguido la Licenciatura en Teología otorgada por la Universidad de Comillas, ejerciendo la enseñanza en tres centros distintos.

La monotonía que acompaña al docente en una ciudad pequeña me proporcionó la posibilidad de numerosos paseos por las calles de una ciudad que enseña a quien la mira, además de los numerosos y valiosos edificios monumentales -sean iglesias o palacios-, los cientos o millares de fachadas de casas, particulares hoy, pero que fueron antaño morada de nobles y hasta, ocasionalmente, de algún rey o miembro de la realeza. Como tales, estas casas ostentan los blasones correspondientes a sus antiguos moradores; los nombres de las calles también nos los recuerdan, unidos a otros vecinos célebres por su importancia en la Cultura y el Arte (piénsese en un Carlos Latorre); o -como el citado González Allende- por haber dejado a su ciudad natal la herencia de palacio y fértil fundación docente. Añoro el recorrido por todas aquellas calles, amplias unas y sede de edificios importantes; estrechas otras, pero poseedoras de escudos nobiliarios y acceso a palacios antiguos, como el de Las Leyes, ubicado en una calle de una mediana entidad. Este palacio, hoy solo ruinas, nos recuerda el Toro que fue parlamento nacional y cuna de Leyes que sirvieron a toda España bastantes años.

El visitante, después de haber contemplado todo ese culmen de iglesias y palacios, no se privará del espectáculo grandioso que le ofrece una vista, desde el Espolón, del extenso campo donde se dio la Batalla de Toro, cuna del reino de Castilla y de la futura España; y asiento de varias poblaciones del alfoz de la, en un tiempo, provincia de Toro, que abarcaba parte de las actuales provincias de Zamora, Valladolid, Salamanca, León y hasta algo de Asturias y Galicia. Alivie el fuerte cansancio con el reposo y la satisfacción de una abundante comida, al estilo de la tierra y con el postre de la incomparable fruta de Toro; y, además de haber gustado la exposición de valores pictóricos, escultóricos y monumentales, se llevará el recuerdo y, tal vez un día la añoranza, de aquella ciudad que, durante siglos y hoy mismo, puede enorgullecerse de la denominación de Alta, Noble y Leal ciudad de Toro, valioso blasón de siglos y fuente viviente actual de pujante vida ciudadana.