No cabe duda de que los tiempos han cambiado de manera radical. Se advierte en todos y cada uno de los momentos de la vida ciudadana. En muchos aspectos; pero yo quiero hacer referencia hoy a la vida lúdica, movido por algo que debe ser tan serio como la vida política de nuestra patria. El zarandeo al que está sometida la opinión pública es algo que nos lleva a sentir una completa confusión. Hablar del juego hoy es tan ambiguo como el número de los sectores de la sociedad que pueden verse implicados en la actividad lúdica. Y antes no era así.

En tiempos el juego era cosa de niños y de tahúres. Era una escena diaria ver a los niños que, además de jugar en el recreo de la escuela, cuando salían de ella por la tarde se dirigían a casa directamente; allí recibían la merienda y, con ella de la mano, se iban a jugar con los amigos. Los juegos, al menos en los pueblos de la provincia donde nací y crecí, estaban como programados en las distintas estaciones del año: un tiempo era el aro el que nos congregaba; otra época utilizábamos el peón; otra, nos animaba a jugar saltando y ajustándonos a unas reglas tradicionales; en la mayoría de los pueblos existía el frontón, que aprovechábamos en aquellas horas que lo dejaban libre los mozos; si las eras estaban cerca de las casas o existía un campo apropiado, jugábamos al fútbol que entonces era una importación poco extendida. Las niñas jugaban con muñecas o a la comba y entretenían algunos ratos en aprender las labores domésticas bajo la sabia enseñanza de sus madres. Como entonces eran muy pocas las mujeres que estudiaban, continuaban esas enseñanzas hasta que llegaban al matrimonio, suprema aspiración de toda mujer, al menos entre las españolas. Ahí acababa su edad "de juegos". El hombre tenía como límite temporal de los juegos la llamada al Servicio Militar Obligatorio.

Cuando el joven regresaba de cumplir la "mili", se preparaba para la vida seria que exigía el futuro matrimonio. Generalmente continuaba un noviazgo iniciado antes de marchar a la mili; la temporada -generalmente larga- en la que los humoristas poco serios, (o peligrosamente pensadores) decían que "dos personas jugaban a engañarse". La vida seria exigía "dejarse de juegos" y pensar en otras muchas cosas que ocuparían la mente y las fuerzas con el fin de una vida en familia: El joven se entrenaba en las tareas junto a su padre.

Ahora, en nuestra España, estamos dando a la vida lúdica tal importancia que ocupa y preocupa a chicos y grandes haciéndola preferible a las ocupaciones pragmáticas. En el ambiente de poblaciones grandes, por ejemplo Madrid, como son escasos los lugares de ocio al aire libre, los niños no juegan a los juegos que antes se estilaban. Los instrumentos de juego tradicionales han cedido su lugar a las "consolas" y juegos sedentarios, hasta el punto de que los profesores y directivos de los colegios tienen que adoptar medidas rigurosas para que los alumnos se comporten atendiendo a sus deberes de formación. Las madres, por su parte se ven superadas y han de poner mucho empeño para que el niño deje en casa el "juguete".

El contagio de la afición lúdica se ha fijado en los adultos hasta el punto que quienes están en ocupaciones de programación de actos culturales tienen que respetar días determinados, porque "hay partido". El juego -en ese caso presenciado a través del televisor- se antepone a la cultura que puede aportar un acto cultural. Si algún programador no ha caído en la cuenta, se encontrará con sala "medio vacía"; y la justificación no se hace esperar: "Es que hoy hay partido". En el metro de Madrid se ve a bastantes viajeros leyendo; pero son más los que emplean la tableta para ir entretenidos, muchos de ellos jugando.

Quedaban las instituciones. Ahora, como siempre, se le da una importancia, como "cosa muy seria", a la Justicia. Parece (¡Ojalá fuera broma!) que se ha banalizado para un partido muy serio la actitud de la Justicia. De otro modo, no se puede entender lo que dicen sobre un suceso reciente: Defienden que el Tribunal Supremo -que siempre fue lo más "sagrado", hasta el punto de que sus resoluciones sentaban jurisprudencia- ha tenido la ocurrencia de "imputar" a varias personas, "sin atribuirles delito alguno". Algo así como si los respetables miembros de ese Tribunal se hubieran levantado aquel día juguetones y hubieran ideado esa especie de jueguecito: "Vamos a "imputar" a varias personas para que vengan a distraernos con sus ingeniosas declaraciones que nos demuestren su inocencia". ¿Podrá llegar hasta ahí el espíritu lúdico de estos tiempos?