A punto de jubilarse, aquella maestra tenía motivos suficientes para sentirse angustiada. Era la hora del recreo y, desde el patio, el griterío le llegaba amortiguado por la distancia. En su último día de clase, de repente se dio cuenta del paso del tiempo. Sintió nostalgia viendo a los niños correr tras el ventanal y percibió, una vez más, la renovación de la vida en pasillos y aulas. Se estremeció ligeramente. Ella era la única que había envejecido sobre una tarima de madera. Cada nuevo curso un poco más y ahora, al cumplir los sesenta, recordaba su primera clase, los nervios y las dudas. Los nombres, incluso, de los pequeños. Eran otros tiempos aquellos, de proyectos y sueños por estrenar.

Mi padre me contaba que, en cierta ocasión, un niño encontró a un hombre dando martillazos a un enorme bloque de mármol. Pasaban las horas y él seguía en su empeño, ajeno a la fatiga «¿Qué estará buscando -pensó- con tanto ahínco que hasta se olvida del alimento y del merecido descanso?». Turbado, abandonó el lugar. Meses más tarde volvió en busca de respuesta mas no halló rastro de la piedra. Había desaparecido por completo y en su lugar se alzaba un deslumbrante caballo blanco. «¿Cómo podía saber -se preguntaba el niño asombrado- que dentro dormía un caballo?».

Sucedía que aquel hombre era un artista. Veía cosas que otros no ven.

Así, el maestro. Quien educa con pasión, huyendo de la rutina, tiene algo de escultor. Extrae a martillazos, a veces dolorosos, lo que esos seres únicos e irrepetibles guardan en su interior.

El pulido con el cincel, la minuciosidad, la exactitud, llegarán más tarde. No en vano, la educación es un arte y requiere oficio. Formar a un hombre no es irle añadiendo cosas según los deseos de unos o de otros. En realidad, el escultor del cuento no añadió trozos de piedra al caballo. Se limitó a quitar lo que sobraba desbastando el bloque de mármol con certeros golpes de maza.

El recreo había terminado y nuestra maestra se disponía a dar su última clase. Después de treinta y cinco años de trabajo silencioso y no siempre valorado, estaba cansada. Era el final. Había llegado el momento de volver a casa.

Allí, bajo las rojas tejas, le esperaba el reconocimiento de los suyos. Esa era su recompensa, su fantástica corona de laurel.

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