La polémica ha saltado a la opinión pública nacional (española, me refiero) como un volcán y lo ha salpicado todo, haciendo aflorar bilis y colores, manchando todo de negro, el color que atasca los conductos que llevan al pensamiento. Parece ya todo dicho porque las dos tendencias en litigio están muy claras y no parece que se vayan a mover ni un centímetro. No hay posibilidad de acercamiento.

Políticos y animalistas catalanes (y de otras partes del país) defienden la decisión del parlamento argumentando que las corridas de toros deben prohibirse porque suponen una manifestación flagrante del maltrato animal. Son una fiesta heredada que nació en otros tiempos, en medio de un universo social que nada tiene que ver con el de ahora. También se hacían sacrificios humanos y llegó un momento en que se prohibieron, han llegado a decir.

Defensores de las corridas de toros ( espectáculo declarado Fiesta Nacional, y ahí está el quid) y público en general (el que no está contaminado por el nacionalismo periférico) lo tiene claro: el acuerdo de los políticos catalanes está trufado de provincianismo y localismo y tiene que ver con una visión miope, que no ve más allá de la barretina. Todo lo que huela, o sepa a español es sospechoso y hay que barrerlo del mapa como sea, visión tan corta como boba y que se puede volver en contra de Cataluña en cualquier momento. Ya anda por ahí el runrún de una nueva campaña contra los productos catalanes y, oye, la primera hizo daño. ¿Cómo se explica que se puedan prohibir las corridas y no los «correbous», encierros donde se maltrata más a los astados que en las plazas?

A uno lo que le fastidia es que el debate se haga más con el hígado que con el cerebro y que se estén mezclando análisis con deseos. Hay, en todo caso, un puñado de verdades como puños: prohibir siempre es negativo, va contra la libertad; Canarias nunca llegó a condenar las corridas de toros, allí, ahora, podrían celebrarse sin ningún impedimento; el parlamento de una comunidad autónoma puede gestionar, pero no prohibir un espectáculo tradicional; y, por último, el Gobierno ha preferido meterse en la concha en vez de dar la cara, muy propio de quien busca más la norma que la forma, la de esta España que ha dejado de tener geografía de piel de toro.