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Los pueblos de Zamora sin coronavirus: “A ver si vamos librando”

Varios pueblos de la provincia han superado los siete primeros meses de la pandemia sin casos, pero se mantienen alerta ante el avance de la segunda ola

Los pueblos de Zamora sin coronavirus: “A ver si vamos librando”

El frío de mediados de octubre se cuela entre la ropa de abrigo bajo la que se refugia Basilio Rodríguez. Este jubilado de Santovenia del Esla camina, pasadas las diez de la mañana, en paralelo a una carretera que ha perdido tráfico desde que se construyó la autovía entre Zamora y Benavente. Antes, los coches se metían por el corazón del pueblo para seguir su camino; ahora lo rodean. Algo parecido sucede con el coronavirus, que ha bordeado esta localidad sin entrar en ella. Desde marzo, ni un solo caso conocido. Ya son siete meses.

Basilio achaca esta suerte al buen comportamiento de los vecinos: “Es verdad que en verano vino mucha gente de fuera, pero todos se quedaron en casa o salieron a pasear y poco más”, señala el lugareño, que advierte que ahora el principal movimiento se produce en uno de los bares, que da comidas a diario a algunos trabajadores que se encuentran por la zona.

Los pasos de Basilio Rodríguez se detienen en una pequeña tienda de alimentación. Allí despacha María Jesús García, que alude también al escaso movimiento como una de las claves para mantenerse firmes ante la pandemia. Ahora bien, la responsabilidad individual y la resistencia no bastan en estos casos. También se hace imprescindible el amparo de los médicos: “Necesitamos que se abran ya los consultorios”, reclama la responsable del negocio. Esa reivindicación es una constante en los pueblos de Zamora, más allá de la incidencia del COVID.

A unos metros de la tienda de Santovenia, Minervino Furones regenta el bar-restaurante al que se refería Basilio. El local funciona desde 1967, cuando el padre del dueño actual aprovechó la fortuna de la lotería para empezar a prosperar detrás de la barra: “Aquí seguimos, deseando que nos dejen trabajar, que es lo importante”, apunta el enérgico hostelero de Santovenia, que enseguida hace referencia a todas las medidas de seguridad e higiene que toma para que no haya sustos.

Minervino Furones le sirve un café a uno de sus clientes en Santovenia.

Además, Minervino lamenta la ausencia de una buena parte de la clientela habitual, gente mayor que lleva meses con el miedo metido en el cuerpo ante la posibilidad de que se cuele el virus: “Casi todos estos son de fuera”, comenta el dueño del negocio mientras mira a sus parroquianos. El único oriundo de Santovenia camina hacia la barra, pero el hostelero le detiene antes de que se acomode: “Ahora hay que estar en las mesas”, recuerda.

A menos de diez kilómetros de allí, en Burganes de Valverde, la tienda de Sandra se sitúa como el epicentro del ajetreo. Los sábados son así en un establecimiento que da servicio a los habitantes de otro de los pueblos de Zamora que sigue libre de COVID. “Al menos que se sepa”, matizan las mujeres que forman la tertulia adaptada a la coyuntura: hay distancia y nadie se quita la mascarilla.

Varias mujeres esperan su turno en el exterior de la tienda de Sandra, en Burganes.

En este grupito se encuentran María Ángela Prieto, Carmen Cid y Natividad Gutiérrez, que hacen referencia a la ventaja de los pueblos sobre las ciudades en esta batalla particular contra la pandemia. Quizá, este es el contexto donde más reluce el lado positivo de huir de las aglomeraciones. Aun así, Burganes de Valverde ha tenido un flujo de visitantes importante durante el verano, al contar con una de las playas fluviales más concurridas de la provincia: “El 99,9% de la gente que iba era de fuera”, justifica una de las mujeres.

Mientras la charla continúa en el exterior, Sandra González también hace su apunte sobre el asunto de la playa fluvial: “En verano, nosotros íbamos a partir de las ocho, cuando ya había espacio para sentarse con distancia”, narra la responsable de la tienda de alimentación, que celebra la ausencia de casos en el pueblo y que reconoce lo que supondría para ella un hipotético brote con origen en la tienda.

Con la idea de evitar a toda costa ese escenario, Sandra se muestra “muy estricta” con los clientes: “Lo he sido desde el principio. Ya antes del estado de alarma empecé a limitar el aforo. Ahora, solo pueden entrar tres personas a la vez”, remarca, mientras sigue atendiendo a los vecinos. Todos ellos son conscientes de que nadie pone un pie en el establecimiento sin mascarilla, y aceptan el escrupuloso cumplimiento de la norma por el bien de todos. Acumular siete meses sin casos no quiere decir que mañana no pueda aparecer el primero.

Una mujer paga su compra en el establecimiento.

A la salida del local, la cola se acumula. Burganes nota todavía el volumen de gente que llegó en verano y no se marchó. Algunos descendientes del pueblo, carentes de obligaciones en la ciudad, han optado por estirar su estancia estival y resguardarse aquí del impacto de la segunda ola, una idea compartida por la población flotante de otras localidades de la provincia.

Sin ir más lejos, en Cunquilla de Vidriales, también hay ejemplos de este fenómeno. Esta pequeña aldea, que apenas alcanza los treinta habitantes, le ha echado el cerrojo al virus a pesar de que, en las localidades del entorno, ya se han dado varios casos. La suerte y el escaso contacto mantienen intacto a un pueblo cuyos habitantes siguen con sus quehaceres e intentan evadirse de una realidad que también les afecta.

Por lo menos, Ángel Javier Jáñez lo hace con una amplia sonrisa. Y eso que su faena de la mañana del sábado consiste en arreglar un manguito de su tractor: “Aquí tenemos el bar, vamos al campo y estamos tranquilos”, asegura el vecino, mientras sigue enfrascado en su labor. Lo cierto es que, por el alargado discurrir de Cunquilla de Vidriales apenas se ve un alma a eso de las doce del mediodía.

Ángel Javier Jáñez, ante su tractor, en Cunquilla.

Uno de los pocos que aparece, a la entrada de otra de las viviendas, es Pablo Alonso, un hombre que alterna Cunquilla de Vidriales con Sitrama de Tera, donde atiende a su madre. La preocupación por la salud de su familiar marca la actitud de este hombre ante el COVID, más allá de lo que digan las cifras en su entorno: “Aquí también tenemos cuidado”, recalca el vecino, antes de que el sonido del claxon de la panadera despierte al resto de la localidad de su aparente letargo.

Quien acude con el pan es Esmeralda, que ni siquiera sale de su vehículo para repartir. Desde el interior, la profesional cumple con el servicio y continúa su camino en esta nueva normalidad a la que cuesta acostumbrarse. La misma rutina sigue Luis Prieto, que lleva sus hogazas y sus barras desde Santa Croya de Tera hasta Litos, otro de esos lugares que celebra con la máxima prudencia el hecho de aguantar una ola y parte de la siguiente sin recibir al coronavirus.

Esmeralda entrega el pan a una clienta de Cunquilla de Vidriales.jpg

El panadero de esta zona sí se baja de la furgoneta para afirmar que la gente suele ser cuidadosa a la hora de acercarse a los vendedores. Ahora bien, “hay gente mayor a la que hay que insistirle con las medidas de higiene”. Algunas personas, las menos, acuden bajo el amparo de la falsa seguridad que les ofrece el pueblo, con frases como “aquí no pasa nada”. Los múltiples ejemplos que ilustran lo que puede ocurrir bastan para poner en cuestión ese punto de vista.

Al pie del vehículo de Luis, a la hora de hablar de la situación en el pueblo, las vecinas que acuden a por el pan no pierden el tiempo y exigen la apertura del consultorio, más allá de que “no se hayan visto casos”. Entre ellas, María Dolores Cifuentes, que recuerda también que “hay que tener mucho cuidado”. Esta mujer trabaja como cartera rural y ha visto pelar las barbas de varios vecinos en unos lugares próximos que ya han recibido la desagradable visita del COVID.

Luis Prieto vende pan en Litos.

Unos kilómetros más allá, en dirección hacia la Tierra de Alba, Luzdivina Rodríguez termina el paseo previo a la comida por San Martín de Tábara. La receta mágica de este pueblo para dejar fuera al coronavirus también tiene que ver con la ausencia de población: “Para la vacuna de la gripe, nos han llamado de diez en diez y nos basta con cuatro turnos”, resume con claridad la mujer, que incide en el asunto de la atención sanitaria y que confirma que “por lo demás bien”. “Hay que tener cuidado y paciencia”, aclara.

Luzdivina Rodríguez, en San Martín de Tábara.

Algo más cerca de Zamora, en Palacios del Pan, el virus también llega solamente por las noticias. “A ver si sigue así”, subrayan varios vecinos que pasan la hora de la siesta pegados a un sol que todavía calienta. Una de las mujeres del corro añade que la vida tampoco le ha cambiado en exceso con todo esto: “Yo ya no salía mucho, así que sigo bien”. A su lado, José Álvarez, el más hablador, opta por mirar hacia su juventud en lugar de poner el foco en la pandemia.

Ya en la calle principal del pueblo, Ángel Fernández baja montado en su bicicleta y con la pertinente mascarilla: “Ya ves, no queda otra”, comenta. Ese cuidado resulta básico para intentar que el COVID siga sin atrapar a estos lugares donde se repite la misma frase una y otra vez: “A ver si vamos librando”.

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