Al recordar a Claudio Rodríguez, cuando se cumplen quince años desde su fallecimiento, y revivir la fuerza incontenible de sus versos y aquella mirada suya sobre la realidad tan diferente y de sutil sensibilidad, cobran de nuevo valor el respeto y la admiración con los que en 1993 la Fundación Príncipe de Asturias le concedió el Premio de las Letras «por su iluminación de la realidad cotidiana y su adhesión a ella con hondura simbólica, por su relevancia en el grupo poético de los años 50 y ante la joven poesía actual», como expuso el jurado. Es decir, se premiaba a Claudio Rodríguez por su innegable magisterio y porque era, ya entonces, un poeta convertido en clásico, un grande entre los grandes en el panorama poético español. Como acertadamente escribió Benjamín Prado en un artículo publicado en 2004: «No hay que permitirle a Claudio Rodríguez que se aleje. No nos conviene ni a nosotros ni a él. A los muertos que merecen la pena no hay que dejarlos descansar en paz».

La grandeza de la obra poética de Claudio Rodríguez es fruto de su inigualable talento para iluminar con palabras escogidas, redondas, nítidas, la realidad; de ese talento con el que desmenuzaba los gestos y los movimientos de la naturaleza que lo rodeaba; de esa forma única y maravillosa de adentrarse en el deslumbramiento del mundo.

Así consiguen los versos de Claudio Rodríguez provocar en nosotros intensa emoción y una experiencia profunda acerca de lo que es la belleza poética. Como afirmó su majestad el rey don Felipe VI en el discurso que pronunció en la ceremonia de entrega de premios de aquella edición, «todo ello llega muy al fondo de mí». «Su voz -dijo don Felipe- va excavando un cauce por el que fluyen los valores poéticos, esenciales para la convivencia pacífica y fecunda».