La reconocida mezzosoprano Teresa Berganza (Madrid, 1933) se emocionó ayer en el Teatro Principal de Zamora, la misma ciudad donde descubrió de niña la naturaleza, un Duero cristalino y la singularidad de tareas del campo, hasta entonces completamente desconocidas para ella. «Solía venir con mi tía a una casa familiar y aquello era nuevo para mí. Yo llegaba del barrio de La Latina y de la calle Serrano y, de repente, me encontraba con un río espléndido. Cuando me montaban en el trillo, me volvía loca. Luego volvía al colegio y lo contaba y no me creían», rememora en uno de los camerinos del Principal, a unos minutos de arrancar la función.

Un teatro conocido para la soprano, que ha actuado en la capital en varias ocasiones. Recuerda y elogia el coqueto espacio artístico zamorano, también la Catedral por la que ha tenido la oportunidad de pasear y menos el Castillo, «una ruina» cuando viajaba a una temprana edad.

Aquella niña creció y descubrió un don: su voz. Un modo de expresión que ha defendido con vigor en casa escenario por gusto, no por la búsqueda del elogio. «Yo no he hecho mi carrera ni he conseguido el nombre que tengo para encontrar reconocimientos, sino porque me gustaba y porque he tenido la inmensa suerte de cantar en los mejores teatros del mundo». Pero también ha hallado en ese largo camino la distinción de premios tan prestigiosos como el Príncipe de Asturias (1991) o el Nacional de la Música (1996).

Una carrera edificada de teatro en teatro, los mejores escenarios del mundo. «Para mí todos han tenido la misma importancia, aunque claro está que hay algunos que te marcan, como La Scala, el gran templo por antonomasia, o el Colón de Buenos Aires, o las óperas de París y Viena». En todos ellos exhibió su voz y recibió el aplauso unánime del público. Aunque no fue fácil. «Siempre he llevado una vida de monja», reconoce la soprano, una actitud frente al escenario que consistía en «silencio, descanso y ensayo», a veces, «hasta doce horas» gracias al «equilibrio» de su vida.

Nunca le habrán escuchado decir a Berganza que hubo un compositor que «escribió para mí». Confiesa que «odio esa expresión» y reconoce que simplemente «he cantado a los compositores que iban bien a mi voz porque está claro que escribieron ópera para otras personas».

Asunto diferente es que, por las características de su voz, fueran Mozart y Rossini «los que mejor me iban». Del maestro italiano precisa que «lo canté en tesitura original de mezzosoprano y conseguí un gran éxito».

De teatro en teatro, de ópera en ópera y en todos «me han querido mucho». Como en cada actuación en el teatro Colón de Buenos Aires, «una locura, salir allí es como cuando sale a cantar una estrella del pop: te agarran del vestido, te dan besos, te echan papeles», rememora con simpatía la artista madrileña.

Y como todos los demás, admiró a la gran María Callas, con la que llegó a compartir la ópera «Medea» en el escenario. «Nos demostró que además de cantar, había que actuar y transmitir. Hay una ópera antes y otra después de María Callas», reconoce Berganza. Con ella fue «una persona increible», «un ser humano maravilloso».

Sobre el escenario estuvo su hija Cecilia Lavilla Berganza haciendo dueto con el barítono zamorano Luis Santana, anfitrión del reconocimiento organizado ayer por la asociación Amigos de la Ópera de Zamora. A la diva le hubiera gustado que su hija hubiera empezado «a cantar antes», aunque la ve ya como «una gran artista». Teresa recuerda que «en casa del herrero, cuchillo de palo», aunque, por lo visto ayer, más vale precisar que «de tal palo, tal astilla». Así lo reconoció el público zamorano, que aplaudió como La Scala, el Colón o las óperas de París o Viena.