Hoy hace justo un mes que las campanas de Villabuena del Puente tocaron a gloria. Hacía muchos años que no se escuchaba este sonido. A los más ancianos, que lo reconocieron, se les puso la piel de gallina. ¿Pero qué niño se ha muerto?, se preguntaban nerviosos de puerta en puerta. «Es el pequeño de Carmina», acertó a decir por fin una vecina. «El que tenía de acogida. Pobrecico. Nació ya muy malito y al final sólo ha durado unos meses. Pero ellos han estado día y noche con él». De padres rumanos, Nico descansa ya en el panteón familiar de Carmen Crespo. Cuentan en el pueblo que el día del entierro «había un mundo, y en la iglesia no cabía un alma». Sus padres biológicos han ido a llevarle flores.

El pequeño nació el 6 de diciembre de 2009 en un campamento rumano asentado en la región. Pronto su familia comprendió que tenía graves problemas de salud. Ciego, sordo y sin apenas movimiento o expresividad, sufría una encefalopatía progresiva. El posible diagnóstico apuntaba a una enfermedad de la que apenas se conocen diez casos en el mundo: Pelizaeus-Merzbacher. La esperanza de vida apenas se sostiene y sus padres carecen de medios en el campamento para hacerse cargo de su cuidado. Cuando la Gerencia de la Junta informa de la desesperada situación en busca de una familia de acogida para el pequeño, su mirada se centra en Zamora, en la pareja formada por Carmen Crespo y Nacho Estévez, de 59 y 60 años, y que desde hace dos décadas vive por y para los niños y jóvenes desfavorecidos. Por su casa han pasado y convivido con sus tres hijos ya más de quince menores.

«Nos llamaron y enseguida supimos que teníamos que aceptar, aunque fuera para que muriera con nosotros», admite Carmen sin separarse de la foto del pequeño. El 14 de abril se presentó con su marido en Salamanca, donde Nico acababa de abandonar la UCI del Hospital Clínico. «Tenía miedo. Me esperaba encontrar a un niño deforme y muy deteriorado, y vi una carita preciosa, como un ángel. Nadie podría decir que estaba tan malito, que apenas se movía y que se tenía que alimentar a través de una sonda directamente abierta a través de su estómago».

Al llegar a Zamora esperaba el resto de la familia, varios de los hijos del matrimonio. José, Lola y Noelia, biológicos y ya independizados, y Vanesa y Cristian (en acogida), «porque aquí todos son hermanos y nosotros papá y mamá. Al mirar a Nico se nos caían las lágrimas». Aunque son muchos los niños que han pasado por su hogar, «las sensaciones que he tenido con éste no las había tenido antes con ninguno». La casa parecía «una romería con gente que venía para ver al niño... tan bonito... Era tal impotencia verle y saber que estaba tan mal cuando no lo parecía...». La primera noche todos la pasaron en vela y mirando al bebé, «por miedo a que le pasara algo». Fue la primera de muchas otras, tantas como tienen ocho meses.

Pronto la vivienda se convirtió en un pequeño hospital». Carmen aprendió en Salamanca cómo utilizar todos los aparatos que cada día rodeaban al niño para que pudiera mantener la vida. «En todos estos meses no sabemos lo que es dormir una noche entera, porque cada poco había que quitarle las flemas o secarle el sudor. Era un quejido constante», revive.

Nico dormía en una cuna en el cuarto del matrimonio, aunque pronto se acostumbró a estar en brazos «y a su manera lo pedía constantemente», explica Carmen. «Al ser ciego y sordo ese contacto era lo único que le podías dar y lo único que le reconfortaba». Nacho añade: «Lo que no había hecho ni con mis hijos. Le cogía y me pasaba horas y horas con él en brazos ». Los médicos que le atendían ya habían advertido que la vida del pequeño sería muy corta, «meses o puede que dos o tres años, pero que me lo podía encontrar muerto en cualquier momento».

El jefe de Neurología del hospital de Salamanca, Santos Borbujo, fue el primero en informar a los padres de acogida, a los que ya conocía por su relación profesional con otros niños que han cuidado. «Nada más entrar al despacho me dio un beso y me dijo: "al ver al niño supe que no podía ser de otra que de Carmen", y esas palabras me emocionaron».

Estar día y noche con un ser «tan indefenso» produce unas sensaciones que hasta entonces no había tenido esta familia. «Me necesitaba más que a nadie porque era lo que en mi conciencia quisiera hacer con él. Te das cuenta de lo superficial que es muchas veces la vida y de lo egoístas que podemos llegar a ser las personas», reflexiona.

Para los padres biológicos de Nico sólo tiene buenas palabras: «Ellos sabían que no le podían cuidar una vez que salió de la UCI y le dieron el alta, porque ni tenían medios ni posibilidades, pero están agradecidos al cien por cien y me han demostrado lo confundida que puede estar la gente respecto a personas de otros países que llegan a España».

Vanesa, que tiene ahora 15 años, llegó a la casa de los Estévez-Crespo con tan sólo cuatro. Una de sus hermanas, Jeni, sufría parálisis cerebral casi total y también ha permanecido con ellos los últimos ocho años, aunque desde hace tres reside en el Virgen del Yermo por imperativo legal (cuando los niños de acogida superan la mayoría de edad quedan bajo la tutela de la Administración). «Supongo que quizá ha sido por todo lo que ha vivido con su hermana, pero Vanesa no ha dejado en ningún momento a Nico. Tenía obsesión por ver cómo estaba y por cuidarle».

Aunque con más limitaciones por su discapacidad física y psíquica, igual de volcado con el pequeño ha vivido Cristian, de 15 años. «Nico tenía unos ojazos... Yo le besaba y se daba cuenta. También cuando le pasaba las toallitas para que estuviera fresquito si hacía calor». A su manera, es plenamente consciente de lo que ha ocurrido. «Aunque esté arriba le quiero. Rezamos por él todos los días, pero sin Nico esta casa no es la misma. Y si no fuera por ellos» (y mira a sus padres de acogida) «yo ahora mismo estaba ya como él, en el cielo».

Nacho Estévez admite que acaba de vivir el peor momento de su vida. «No he querido a ninguno como le quería a él ni he sentido tanto ninguna muerte como la suya, y eso que he llorado a mi padre, a mi madre, a un hermano que se fue con 45 años y a una hermana con 38, pero esto ha sido mucho peor». Ni tan siquiera le sirve de consuelo que los médicos le repitan una y otra vez «que si no hubiera estado tan cuidado seguramente hubiera vivido pocos días». A su lado, Carmen asiente con la cabeza y reconoce que pese a las pésimas perspectivas, «siempre tuvimos la esperanza de que viviera muchos años».

Padres y hermanos le habían comprado ya toda la ropa de invierno cuando empeoró. «Ha dejado mucha sin estrenar. Parece que le estoy viendo con su cazadora», se lamenta Nacho. Nico no lloraba nunca, pero una noche Carmen lo notó raro. «No lo has parido pero el sentimiento y el instinto de madre es el mismo. Lo metimos en la cama, como muchas otras veces». Al final terminaron en la consulta de Pediatría de Puerta Nueva. Purificación Pérez, la pediatra, enseguida comprendió que no ventilaba y que su estado era grave. Cuando salieron con él hacia Salamanca, «a Puri se le caían las lágrimas», porque se había interesado mucho con Nico, como Pilar, la enfermera, y presentía lo que iba a ocurrir», relata el matrimonio.

Ya en Salamanca, y cuando el fallecimiento era cuestión de horas, sus padres de acogida decidieron bautizarlo, rodeado de su familia de acogida, médicos y enfermeras. Luego llegó lo que a juicio de todos los doctores, era inevitable. «Se murió en mis brazos», subraya Carmen. «A continuación me senté en una butaca y me lo dieron para que lo pudiera tener junto a mí. La doctora Fernández me dijo que me podía quedar con él el tiempo que quisiera. Estuve así desde las nueve y media que falleció hasta la una y media de la madrugada que llegó mi hija de Madrid».

Hoy hace un mes que Nico les abandonó. Aún les parece que le ven en la casa, «con esa carita tan redonda». El dolor y el duelo están en sus cuerpos, «pero tenemos la satisfacción de sentir lo feliz que le hicimos y lo felices que nos hizo él a nosotros. Ha sido una gran experiencia vital», afirma Carmen. Las campanas tienen muchos motivos para tocar a gloria.