Uno de los pintores figurativos en activo más importantes de nuestro país es zamorano. Vive y trabaja en Zamora casi desde el principio de su larga y fructífera carrera y habita una casa-taller en el centro histórico que bien podría convertirse en un museo y un homenaje a la memoria. A la suya propia y a la de una ciudad y una provincia que siguen actuando como grandes desmemoriadas con todos sus grandes artistas. Esos que la han escrito, versado, pintado, esculpido y la han paseado con orgullo por todos los rincones a cambio de una vergonzante indiferencia... Hasta que llegan los grandes homenajes y lamentos a título póstumo.

Jose María Mezquita aún está vivo. Y muy vivo. Poseedor, entre otros, del Premio de Castilla y León de las Artes, se ha dicho de él que es un pintor de culto, silencioso y solitario que ha sabido construir a lo largo de su carrera un fascinante mundo propio al margen de los focos, las modas e incluso las tendencias y los grupúsculos artísticos. “Lo que elijo para pintar tiene que ver con la memoria de lo vivido, que es lo que mejor conozco. Ello permite no encasillarme. Me ayuda a expresarme y a encontrar la paz”

Aunque se le siga identificando como uno de los miembros más destacados de aquel realismo joven que emergió a principios de los 70 de la madrileña Escuela de Bellas Artes de San Fernando, de la mano del gran maestro Antonio López, Jose María Mezquita es mucho más que todo eso. Podríamos decir que es un privilegiado observador de un mundo que los profanos seguimos mirando sin detenernos a ver. Un pintor de la vida, esa vida que pasa y sin embargo deja su huella imborrable. Explorador de los misterios más profundos de la naturaleza y rescatador de esa memoria que, gracias a sus pinceles, sus fotografías y sus colecciones de objetos queda para siempre congelada en el tiempo. Un artista multidisciplinar cuya obra se difunde de manera importante a nivel nacional e internacional en un tono casi susurrante y confidencial como si uno tuviera que pedir perdón por ser simplemente un genio.

Obra en el taller de Mezquita. Ana Burrieza

“Alguien dijo de mí que yo era un pintor invisible. No me veo así. A mí me conocen los galeristas más importantes de Madrid, he expuesto en Londres, en Italia… He tenido grandes coleccionistas y, sin embargo, es verdad que puedo hacer una exposición muy importante en Granada y ser allí noticia, hacerla en Burgos con éxito total y salir en todos sus medios, pero a nivel nacional ni una palabra. Por supuesto tampoco aquí en Zamora. Así que sí, soy un artista infravalorado”. Lo dice honestamente, sin ningún ápice de soberbia y sin darse mayor importancia a pesar de que en las décadas de los 70, 80 y 90 su nombre apareciera en negrita de forma asidua en los diarios El País, ABC o en las revistas especializadas en las críticas laudatorias de firmas como las de Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello o José Hierro.

Nacido en la capital zamorana en 1946, Mezquita estudió interno en los Escolapios de Toro y un último curso de bachiller en el Instituto Claudio Moyano, antes de aterrizar en Madrid para empezar una Ingeniería Aeronáutica que abandonó por el arte: “No fue fácil porque estaba estudiando lo que se consideraba una carrera seria. Vivía en el entorno de la Gran Vía en una pensión en la que había muchos zamoranos. Yo seguía haciendo la misma vida que en Zamora. Iba a confesarme, a misa… Pero poco a poco se produjo un cambio a todos los niveles en mí cuando ingresé, por probar, en la academia artística de Peña. Allí descubrí el mundo de las luces. Descubrí la libertad y encontré mi lugar junto a gente con las mismas inquietudes y aspiraciones que yo y una mentalidad más abierta. Cuando llegué a Bellas Artes ya tenía plena confianza en el futuro. No me inquietaba nada. Recuerdo que al entrar alguien me dijo: Vas a tener a un buen profesor”.

Y ese no fue otro que el maestro del realismo Antonio López con quien Mezquita entabló desde el principio una relación de admiración y respeto mutuos que aún perdura. Fue precisamente el artista de Tomelloso el que le proporcionó su participación en una primera exposición colectiva que supondría el arranque de una carrera meteórica que no fue precisamente flor de un día.

El artista con una cámara de fotos entre sus manos. Ana Burrieza

De aquellos comienzos a los tiempos presentes han pasado varios soles y muchas tormentas por la vida del pintor zamorano. Hoy, a sus 75 años vive un momento de especial sosiego en su casa- estudio, rodeado de su particular universo en el aparecen en primer término sus innumerables lienzos; sus míticos árboles solitarios y sus enrevesadas y siempre distintas raíces que crecen en los cauces de nuestros ríos: “Al terminar Bellas Artes empecé a pintar, siempre al natural, el mundo que conocía. Viví de niño en la zona de Obispo Nieto, muy cerca del Bosque de Valorio, un territorio que me impresionaba, me resultaba atractivo y misterioso a la vez. La naturaleza es paciente, siempre está ahí esperando pero también impone sus condiciones. Un árbol o lo pintas todos los días y con sesiones amplias o no lo acabas porque cambia rápidamente. Si pierdes los puntos de referencia no puedes seguir y por eso algunos de mis cuadros están inacabados y sin embargo son muy apreciados por la gente porque ahí queda plasmado el proceso hasta donde he podido llegar. En cuando a las raíces son como una herida en la piel del planeta y ese interior que se deja entrever es muy misterioso. Son como ventanas hacia el interior de nuestro mundo. Algo que tiene que ver con lo espiritual. Son lugares difíciles de encontrar y más ahora que los márgenes están inundados de zarzas”.

Junto a tanta naturaleza viva, se desparraman por el estudio paisajes rurales de una provincia en semiabandono o diferentes espacios urbanos moribundos o a punto de fenecer, a los que la mano del artista da vida, dejándolos varados en el espacio y en el tiempo.

Míticas son sus series sobre el comercio tradicional zamorano, realizadas a finales de los 90. Harineras, tiendas antañonas, almacenes, trastiendas, escaleras, rincones de despachos destartalados entre luces y sombras…Tierna nostalgia en colores pardos y acuarelas vivas de una Zamora que se fue y de la que Mezquita conserva todo tipo de objetos: cajas, vitrinas, balanzas, maniquíes y cualquier recuerdo insospechado procedente de comercios míticos como García Casado, Almacenes Díez, Anta o El Candado: “Todo lo que yo hago o conservo es una necesidad y tiene que ver con mi memoria de lo vivido. Mi padre tenía una mercería, paquetería y perfumería en la Calle Feria número 14. También era juguetería y por eso además colecciono juguetes. Los que tenía, los que he comprado y los que yo mismo he hecho a lo largo de mi vida”. Hoy esos juguetes observan mudos nuestra charla, Ocupan estanterías enteras de este universo impregnado de cierto realismo mágico. Ahí reposan sus primeras espadas, pulidas a partir de los palos de escoba de su madre o las primeras miniesculturas realizadas en madera a punta de navaja. Y en primera fila sus más actuales reproducciones de aviones y coches antiguos de un perfeccionismo técnico y estético abrumadores. “Tengo la suerte de tener muchas vocaciones y aunque predomina la pintura voy encontrando espacios donde desarrollar las otras para no quedarme frustrado. Durante la pandemia he llevado a cabo alguna de estas asignaturas pendientes y la verdad es que estoy muy feliz”.

Mezquita, reflejado en un espejo, en mitad de su taller. Ana Burrieza

El encierro le ha permitido ir poniendo orden en su estudio, catalogar parte de sus obras, sus fotografías y también ordenar sus numerosos escritos. Fruto de este orden reestablecido nace la autoedición en los últimos meses de siete libros muy particulares. Dos de ellos dedicados a la memoria de su padre, un aventurero vecino de San Juan del Rebollar con una vida de novela que merece capítulo aparte.

El próximo martes 7 de septiembre Jose María Mezquita se subirá al estrado de la Biblioteca Pública de Zamora junto a su fiel amigo Luis Ramos, para presentar uno de esos libros, quizás el más personal de todos ellos: “Historia de una crisis”. Una recopilación de textos escritos por el artista, durante sus periodos de aislamiento en diferentes centros psiquiátricos. y que, según confiesa, sólo ha podido publicar cuando estos textos han dejado de hacerle daño: “Tenía la imperiosa necesidad de volcar todo ese mundo sobre el papel aunque las imágenes y las situaciones que recuerdo sean tan duras. Ahora mismo puedo contar a modo de conclusión que nunca puedes creerte que puedes con todo. Hay un umbral al que uno no debe acercase porque si uno traspasa ese umbral se puede encontrar con unas fuerzas que no puede controlar en absoluto y que le van a arrastrar como el temporal arrastra a una hoja. En el momento en el que estás dentro de esa situación no tienes nada que hacer. Por eso la clave es la prevención de todo aquello que cause fuertes tensiones. Y evitar las obsesiones que no llevan a nada bueno”. Así es el Universo Mezquita. Talento, memoria, naturaleza viva, tiempo detenido y sosiego tantas veces anhelado. Falta el merecido reconocimiento. Pero todo se andará...