«¿Dónde me lo han metido, qué han hecho con mi hijo?». Como una letanía, Rosa Riesco, toresana, aunque residente en Gijón desde que tenía 16 años, no para de repetir frases como ésta o similares desde hace 257 días, exactamente desde el fatídico 16 de marzo en que su hijo Pedro Matías Sánchez Riesco, de 31 años, se fue a dar un paseo por el barrio de la Calzada antes de ir a casa a ayudar a su madre en las tareas con la abuela, y nunca más volvió.

A Rosa, se le nota, le falta el aire, le falta «la respiración» porque su hijo no está. En Toro también le lloran, porque aquí tiene a sus primos, a sus tíos, a su madrina Loli -hermana de Rosa-, que ya no sabe ni qué pensar: «A veces pienso que lo confundieron con alguien o que vio algo que no tenía que haber visto, no lo sé, lo que tengo claro es que no se fue de casa». En eso están de acuerdo todos los que le conocen, porque «él no le iba a dar ese disgusto a su madre» y porque Pedro Matías era «familiar, muy casero, honesto, serio, deportista». A su madre se le llena la boca de elogios y los ojos de lágrimas hablando de su hijo mayor -tiene otro de 29 años, Jorge-, que «hasta tenía piso propio y no se quería ir porque prefería estar conmigo, con su padre y con la abuela», Enriqueta, la sacristana de la iglesia de Santo Tomás durante 50 años.

Rosa, 54 años y con una salud muy delicada, está convencida de que su hijo está muerto. Lo estuvo a las pocas horas de haber desaparecido, cuando un centenar de personas - compañeros de trabajo, vecinos, amigos y «hasta policías y guardias civiles de paisano a los que conocía mucho»- se habían organizado en grupos para rastrear los alrededores, «incluso la mar», y no encontraron «ni rastro». Lo sabía porque las tres últimas personas que lo vieron en el trayecto de su paseo hablaron con él y «le vieron bien, normal, les dijo que iba a estirar las piernas antes de volver a casa», donde le esperaba su madre, de la que se despidió a las 11.30 de la mañana cuando sus compañeros de trabajo, con los que iba a comenzar a trabajar «después de la Semana Santa», le llamaron por el móvil para pedirle que se reuniera con ellos en la «Casa del Mar, muy cerquita». A la una del mediodía les dijo que se tenía que marchar porque tenía que ayudar con la abuela, «era muy responsable», y recoger a su sobrina de tres años, la única que ahora logra arrancar la sonrisa a los abuelos. Antes decidió ir a encontrarse con su hermano, «pero como no lo encontró, fue cuando decidió dar un paseín». Pasados quince minutos de las tres de la tarde su madre dio «la voz de alarma». No le hizo falta esperar más, porque «si alguna vez iba a tardar diez minutos en venir me llamaba, hasta me llamaba cuando estaba con una chica o cuando se quedaba a comer en el trabajo para decirme qué es lo que estaba comiendo; nos contábamos todo, todo, somos una familia muy unida; su hermano está de baja, desquiciado». Rosa no para de hablar, las palabras le sale a borbotones y en el relato sobre las bondades de su hijo -«te puede decir cualquiera cómo era, a quien preguntes en Gijón o en Toro»-, va insertando pinceladas sobre la «excelente» labor desarrollada por la Policía Nacional desde que interpusiera la denuncia sobre la desaparición a las 48 horas, como manda el protocolo. «Han hecho mucho y lo siguen haciendo, se han volcado con el caso; no te imaginas las vueltas que ha dado el helicóptero, lo que se ha mirado en la mar», pero nada, «como si se lo hubiera tragado la tierra».

La policía, afirma, «nos dice que es un misterio». Pero sigue indagando. Según relata Rosa, la familia tiene «sospechas» de que alguien «le hizo algo por el camino», alguien que «solo quería hacerle daño, no sé, por envidias, no puedo decir nada más».

Rosa confía en que algún día ese «alguien» dé un paso en falso. Su hermana Loli no lo tiene tan claro; dice que, quizá, su hermana «lo que quiera es agarrarse a algo, puede que necesite pensar en qué alguien le hizo algo y que al final va a aparecer el cadáver». Es lo que quiere Rosa, «que aparezca el cuerpo» para poder incinerarlo y llevarlo a Toro, «para que esté con mi padre», el abuelo Eufemio, «para tener un sitio donde poder llorarle, porque ahora, ¿dónde le lloro, en su habitación, a su foto?», se lamenta mientras relata la angustia que siente su padre, Pedro, «cuando se levanta por las mañanas y ve su cama vacía, cuando va a trabajar y piensa que tenía que estar allí con él, porque trabajaban juntos, y ahora es él quien está con el encargado que tenía que estar Pedro Matías, que se quedó sin habla cuatro días de la impresión». Y la abuela, que «hasta los médicos dicen que parece que está esperando a que aparezca el cuerpo para morirse, porque está muy enferma». Y la pequeña ahijada, a la que le han dicho que «el tío está de viaje» y entra a su habitación para dibujar, «pero no toca las velas» que Rosa tiene puestas en el pequeño altar que ha levantado con las múltiples estampas que les han mandado de toda España: la Virgen del Rocío, la de Fátima, la de la Caridad, la Milagrosa, la de Covadonga y, claro, la Virgen del Canto y el Cristo de las Batallas, porque «en Toro mucha gente reza y sufre por nosotros. Nos llaman, a mi hermana le preguntan constantemente por la calle». Es la razón por la que ha querido que salga este reportaje, «para agradecer a todos su respaldo continuo y su preocupación», y no porque crea que alguien, al leerlo, vaya a darle alguna pista sobre el paradero de Pedro Matías.

«Nadie se imagina lo que estamos pasando», dice, aunque ella sabe bien que hay una persona que sí lo sabe, Eva, la madre de Marta del Castillo -la muchacha desaparecida en Sevilla-, con la que habla a menudo: «ella también sabe que su hija está muerta y lo único que pide ya es poder enterrarla». Ella también sabe bien que «si hubieran muerto de una enfermedad te vas resignando, pero que salga de casa, que te digan que vienen ahora y que no los vuelvas a ver más, que ni siquiera sepas dónde está su cadáver, eso.....». Hace pocos días la policía la llamó para avisarla, «antes de que oyera nada en la televisión», de que había aparecido un cuerpo de un joven de unos treinta años en la misma zona por dónde se había buscado a su hijo, pero que el cuerpo no era el de Pedro Matías. «No querían que tuviera falsas esperanzas». Qué contradicción para quien espera recuperar a su hijo muerto. Mientras tanto, Loli, derrumbada, no encuentra «consuelo para ella», porque «era su soporte y el de mi madre, la miraba y ya sabía lo que le pasaba, la acompañaba a los médicos...», no sabe «ni qué decirle ya» en esas largas conversaciones que mantiene por teléfono para ir pasando los días, esos que Rosa, cada noche, va tachando en el calendario mientras se dice para sí: «otro día más sin saber nada de él».