No busquen en el diccionario, al menos en el de la RAE, porque la palabra capillita para nuestros académicos no existe. No se lo reprocho, pero créanme en Andalucía todo el mundo sabe lo que es un "capillita", así entre comillas que es como debe escribirse. Buscando una definición que lo describa me ha parecido acertada esta, que tomo prestada de Internet: "Dícese de la persona que vive durante todo el año por y para la Semana Santa. No tiene temas de conversación, no huele otro aroma sino incienso, no oye otra música sino marchas procesionales y llegada su época no hay Dios que lo localice en su casa". A que ahora ya les suena más.

El "capillita" podría equiparase más o menos con nuestro "semanasantero", otra palabra que tampoco existe en el diccionario, pero que viene a ser, como quedó dicho Anselmo Allúe, "casi un oficio". Un oficio por cierto ya antiguo, que antes ejercían unos pocos y que ahora son legión. La estética del "capillita" zamorano es, como diría yo, más rural, un poco a la medida de esta austera tierra nuestra. En tanto que guardián de las esencias autóctonas el "semanasantero", que tanto monta, pontifica recurrentemente con sentencias del tipo: "para lo único bueno que tenemos se lo están cargando", "ojalá fuese todo el año Semana Santa" o "en la Semana Santa no hay más que caciques", entre los que paradójicamente, aunque lo ignore, se encuentra. Y en esto hay que darle la razón, pues algunos ocupan cargos directivos desde el origen de los tiempos, y están dispuestos a morir con el caperuz puesto antes que irse a su casa. Identificar a los "capillitas" es sencillo, ya que nacieron a la celebración con una vara, algo consustancial a sus altas capacidades organizativas, de manera que nunca fueron en la fila ni levaron un hachón como la chusma. El día de la procesión suelen ponerse dignos e interesantes, ya sea despachando apretones de manos a troche y moche, ya departiendo con autoridades, políticos y periodistas, a los que dispensan un trato familiar como si los conociesen de toda la vida. Trato que se torna agrio cuando sus interlocutores son simples cofrades o público en general. En los pregones y actos de copete se sientan en primera fila, y dan y quitan permisos a su arbitrio, ya sea para hacer fotografías, colarte en la iglesia o en ese sitio exclusivo donde mejor ver la procesión. Seguro que ahora entienden mejor lo que es un "capillita" zamorano, incluso serían capaces de identificar a más de uno. Su pasión por la Semana Santa es tal que no paran de enredar buscando cualquier reclamo que sirva para traer más gente a ver las procesiones, por lo que el Patronato de Turismo no haría nada de más si los tuviese en nómina.

La última astracanada que se han inventado a propósito es digna de figurar en la historia del disparate. Un auto denominado Grupo pro fundación de la Cofradía de Flagelantes, tras el que se esconden algunos preclaros "capillitas" locales, preocupados porque "hace 30 años que no se funda una procesión (sic) en la ciudad", y al parecer la "gente tiene ganas de más Semana Santa", ha propuesto salir en la madrugada del viernes santo disciplinándose - contengan aún la risa - a fin de ofrecer a los turistas "algo nuevo que los anime a venir a Zamora". No me digan que no es gracioso, y que además hubiera hecho las delicias de Lacan. ¡Hombre, si los disciplinantes los prohibió aquí el obispo Jorge y Galbán en 1768, y más tarde Carlos III en todo el reino!

Estos modernos "capillitas", con permiso de Asterix, están locos, aunque sus delirios surrealistas no alcanzan la grandeza de los de Salvador Dalí. Que le vamos a hacer. Continúo con el retrato del "capillita" zamorano. La piedad no es su fuerte, pues de doctrina cristiana no anda muy sobrado, ya que no sabría distinguir un catecismo del Libro Rojo de Mao, de manera que difícilmente farfullará el credo apostólico; vamos que le falta más de un fervor.

Ahítos por hacer lo que sea, al precio que sea, envueltos en la seña bermeja, sablean a las autoridades civiles - siempre complacientes con todo lo que sea exaltación del zamoranismo casposo - y chantajean a las religiosas - a las que es casi imposible sacar un duro - siempre pusilánimes y claudicantes a sus propuestas, como la extemporánea salida de la Cofradía del Santo Entierro en plena canícula. Gol que el Obispado encajó mal a juzgar por la circular que en noviembre pasado envió el vicario general a los presidentes y directivos de las cofradías criticando la significación de efemérides con procesiones, y exhortando a celebrar lo que hubiere de significar con todo tipo de actos y cultos, pero no con procesiones en la calle, reservando su salida "para algún acto extraordinario de carácter diocesano, y siempre a criterio del obispo". Y a su criterio debió de autorizarse el vía crucis callejero del VII Congreso Nacional de Cofradías y Hermandades, que de alguna manera dejó con el culo al aire al señor vicario, y algo confusos a todos, por lo coherente de la decisión.

El "capillita", que como el diablo no duerme, ha vuelto a la carga con una retrógrada extravagancia, y si Dios no lo remedia habrá otra procesión extraordinaria, aunque el día y el marco estén por decidir. Hablo de la ya aprobada - por aclamación como las Cortes de Franco - coronación canónica de la imagen de la Virgen de la Soledad, que nos devolverá a los ya lejanos y felizmente superados años del nacionalcatolicismo. Ya me dirán como se la van a negar teniendo el precedente de la de Nuestra Madre de las Angustias, otra epopéyica bajada de pantalones. Está buena la Iglesia diocesana y las cofradías para festejos anacrónicos ¿Qué sentido tiene hoy coronar imágenes? Si lo tiene, deberían explicárnoslo. Todo esto es una bofetada al reto de la nueva evangelización. De qué servirá acompañar la coronación de un rancio programa de cultos, a los que asistirán unas pocas beatas - pobrecitas mías - porque el fin principal es la procesión, a la que acudirán en tropel quienes además de no pisar la iglesia, no se sienten parte de ella.

Hay que guardarse de esta patulea de aduladores y atizadores de las emociones y los sentimientos que banalizan y despojan a la Semana Santa de la trascendencia del misterio que actualiza la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Nuestra iglesia diocesana peregrina o debería peregrinar por sendas distintas: las del testimonio y el compromiso de anunciar el evangelio a un mundo en el que Dios es el gran ausente, y dejarse de pamplinas con los que, sin ningún derecho, apuestan por una religiosidad trasnochada, artificiosa, populista y vacía, propia de la cultura del espectáculo. Veremos.