Eel pasado año se cumplieron quinientos años de la muerte del pintor flamenco Jheronimus van Aken (1450-1516), nacido en la ciudad holandesa de Bolduque, origen por el que fue conocido en España como El Bosco. El Museo del Prado conmemoró esta efeméride con una exposición, en la que se exhibieron medio centenar largo de pinturas, dibujos, grabados, unas pocas esculturas y documentos, prestados para la ocasión, por museos, instituciones y coleccionistas particulares de todo el mundo.

Anunciada por doquier fue visitada, en poco más de tres meses, por cerca de seiscientas mil personas, mereciendo por ello el premio Global Fine Art Award, algo así como el óscar de las exposiciones artísticas. No obstante, al éxito, como muchas veces sucede, no acompañó el mérito, pues la afluencia masiva y sin control a la sala, impidió ver la muestra cómoda y placenteramente, única forma de contemplar el arte.

El nuevo director de nuestra primera pinacoteca lo reconocía hace unos días, supongo que con el ánimo de que no se repita. Dicho esto iré al grano, que no es otro que fijar la mirada en la peculiar manera con que Jheronimus Bosch interpretó la Pasión de Cristo, una temática asimismo representativa de su obra aunque sea menos celebrada que pinturas tan emblemáticas y conocidas como el "Jardín de las Delicias" o "El Carro de heno", y alejada en gran medida de sus escenarios fantásticos. Lo que no impidió que en la exposición del centenario hubiese media docena de piezas con escenas de la Pasión. Antes de referirnos a ellas, no está de más recordar que la capacidad creativa y la facilidad para la invención del Bosco no lo es menos en este asunto, a priori tan convencional, como también lo es audaz y personal, y por tanto alejada de esos lugares comunes, tan "característicos de las inteligencias más pobres".

El Bosco pintó prácticamente todas las escenas canónicas de la Pasión: Entrada en Jerusalén, Prendimiento, Ecce Homo, Coronación de Espinas, Camino del Calvario, Crucifixión, Entierro y Lamentación, y Descenso a los Infiernos, si bien algunas -caso de la Coronación de Espinas- son más numerosas y conocidas, por haber sido recurrentemente copiadas por discípulos y seguidores.

Pero, como ya se dijo, nos referiremos únicamente a las que concurrieron a la exposición del centenario. Veamos. La pieza más antigua es un Ecce Homo, pintado por El Bosco hacia 1485-1495, hoy en el Städel Museum de Frankfurt. La pintura dispone, en una elevación -Gábata- a Cristo, que escarnecido es presentado al pueblo por Pilato. Le acompañan un miembro de la sinagoga y los sayones, que aún llevan en sus manos los instrumentos de la flagelación. Bajo el estrado, una vociferante y agresiva plebe le increpa, exigiendo su crucifixión. A lo lejos, una vista de la Ciudad Santa, recreada como si de una urbe de los Países Bajos se tratase, canal incluido. Esta escena decora asimismo la tabla central de un tríptico, que los estudiosos catalogan como pieza de su taller, hoy en Museum of Fine Arts (Boston), pintada al alborear el siglo XVI. Su composición es similar, si bien resuelta con más personajes, incluidos los del lejos, en el que se pintó un tumultuoso camino del calvario, y en su predela las "Arma Christi".

Pasaje, coma ya se dijo, muy representado, singularmente por discípulos y seguidores del Bosco, será la Coronación de Espinas, a partir de la pintada por el maestro hacia 1510, y que tras un largo peregrinar llegó, en 1934, a la National Gallery de Londres. La tabla en cuestión está resuelta con medias figuras y sencillez, si la comparamos con las frecuentes composiciones corales del Bosco. Cristo, situado en el centro de la escena, viste túnica blanca, una sutil manera de destacarlo entre sus verdugos, y de que el espectador fije la mirada en su rostro. Lo rodean cuatro personales, que ocupan las cuatros esquinas del cuadro: dos soldados, a los que denotan sus fieros atributos (puño de hierro y collar de púas), tocados con turbante y sombrero -adornados simbólicamente con una flecha y una hoja de parra respectivamente- se disponen a colocar la corona de agudas espinas sobre las sienes de Jesús, mientras que en los ángulos inferiores, dos esbirros, tipos de estereotipadas facciones semitas -grandes y puntiagudas narices- y semblantes grotescos, se burlan y hacen ademán de arrancar sus vestiduras. Del Bosco es también la Coronación de Espinas, del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que habría de servir de patrón para el Tríptico con escenas de la Pasión (h. 1520-1530), obra de su taller o de un discípulo, que conserva el Museo de Bellas Artes de Valencia. Aquí también aflora el detalle descriptivo y la variada prosopografía de sayones, que pueblan la tabla central y las puertas, donde se representan El Prendimiento y La Flagelación, si bien es obra ejecutada por una mano menos diestra. De su fortuna dan cuenta las copias existentes en el Museo Lázaro Galdiano, Museo de Segovia y Convento de Carmelitas de Salamanca.

Fijémonos ahora en otro pasaje: el de Cristo camino del Calvario, a partir de la exquisita tabla que asimismo cuelga en El Escorial. Se trata de una pintura adquirida por Felipe II -gran admirador de su arte- fechada a partir del análisis dendrocronológico hacia 1500. En ella, Cristo, doblegado por el peso de una gran cruz en forma de tau, camina arrastrando dos tablas con clavos atadas a su cintura. Compositivamente resuelta con relativa economía de personajes, una vez más Cristo es su eje, que asimismo mira compasivamente al espectador. Tras él, un miembro del sanedrín dialoga con un anciano Simón de Cirene, al que señala para que le ayude, mientras que la parada desata la furia de un sayón que blande amenazante una cuerda. Delante, un soldado abre el cortejo, compuesto por un tropel de gente con lanzas, estandartes y la trompeta que anuncia su paso. Al fondo, en un primer plano, el apóstol Juan consuela a la Virgen María, que arrodillada llora no queriendo ver la escena, y una particular Jerusalén, con murallas, torres, iglesias. No hay en esta tabla muchos rostros grotescos, y sí una vez más virtuosismo técnico, a partir de un cuidado dibujo, que El Bosco concibió como andamiaje de su arte, pues como acertadamente se ha dicho "para él dibujar equivalía a pintar", y los habituales significantes simbólicos y metafóricos. Nada que ver con la misma escena del Kunsthistoriches Museum (Viena), obra datada en torno a 1505, plena de personajes, que plasma la llegada de Cristo al Gólgota, en medio de la violenta turbamulta que camina a su lado provista de palos, lanzas y escaleras, y que exhibe en primer plano a Dimas y Gestas, este último confesando sus pecados al pie del patíbulo a un franciscano. No obstante, es pieza menos diáfana, pues era una de las puertas de un tríptico, como lo son también la tabla de Cristo con la cruz a cuestas del Museum voor Schone Kunsten de Gante (h. 1510-1516), y la grisalla de una de las puertas de cierre del Tríptico de las tentaciones de San Antonio del Museu Nacional de Arte Antiga de Lisboa (h. 1500-1505).

Reparamos por último en el Entierro de Cristo, dibujo en tinta negra y gris, a pluma y pincel, que se atribuye al Bosco, aunque es posible sea obra de taller, y para el que los estudiosos proponen una fecha en torno a 1505-1515, adquirido por el National Art Collection Fund para el British Museum (Londres) en 1952. De sencillez compositiva, lo forman los actores de la que será su posterior representación canónica: Arimatea y Nicodemo, que auxiliados del sudario depositan el cuerpo de Cristo en el sepulcro, María, la madre de Jesús, que llora en el regazo del apóstol Juan, y las Marías, que portan la corona de espinas y los clavos, y los ungüentos para embalsamar.

En la visión de la Pasión del Bosco flota un propósito moralizante -el desprecio del mundo- propio de un nuevo sentimiento religioso, que pone su acento en la humanidad de Cristo. Frente a la débil naturaleza humana, al mundo ciego y pecador, que plasma en la gestualidad grotesca de la turba y la brutalidad de los verdugos, extraídos del humus de la cultura popular de su tiempo, propone como modelo a imitar a Cristo, ultrajado y humillado, abandonado por todos y triste -como en Getsemaní y lo vio Tomas Moro ("De tristitia Christi") antes de morir- que pese a todo mira a los hombres con amor.