Los recuerdos

Una conversación profunda y empática provoca además de felicidad, salud

Diván en una imagen de archivo.

Diván en una imagen de archivo.

Baltasar Rodero

Baltasar Rodero

En nuestro itinerario vital, a lo largo de nuestro camino, nos vamos a ir enriqueciendo con la aportación de experiencias, vivencias, o hechos que presenciamos, con los que de alguna forma conectamos, y nos afectan en mayor o menor medida, con ellos vamos a ir cargando lentamente nuestras alforjas intelectuales.

Es un proceso psicológico, involuntario en muchas ocasiones, recordaremos situaciones en las que en principio no intervinimos pero que ocurrieron, y voluntario, cuando se trata de procesos en nuestro criterio interesantes o impactantes, que queremos, o no queremos, tener bajo control, pero que se adhieren a nuestra conciencia, en este proceso utilizamos la concentración, atención y memoria, etc.

Este desarrollo general, de lo que en definitiva es nuestra participación o implicación en la vida, y del cómo ésta se va organizando en el tiempo, lo podemos traer al presente y revivirlo, reproduciendo cualquier acontecimiento, con la riqueza de datos y notas con los que sucedieron, es en definitiva la memorización, generalmente fluida, voluntaria o involuntaria, pero precisa y concreta, cuando nuestra salud mental es normal.

Podríamos señalar las obsesiones, ideas o recuerdos que dominan nuestra mente, desplazando cualquier otro tipo de imagen. Su fuerza, su intensidad, su perseverancia o insistencia, nos esclaviza, convirtiéndonos en verdaderos siervos.

Podemos recordar más o menos cosas, con mayor o menor riqueza o pormenorización, a la vez que nos costará archivar conceptos, hechos o circunstancias, unos más y a otros menos, dado que intervienen muchos factores; motivación, estado emocional, edad, interés etc., pero ocurre en ocasiones, que algunos recuerdos embarran el transcurso normal de los hechos, provocando cierto sufrimiento, a la hora de su recuerdo.

Podríamos señalar las obsesiones, ideas o recuerdos que dominan nuestra mente, desplazando cualquier otro tipo de imagen. Su fuerza, su intensidad, su perseverancia o insistencia, nos esclaviza, convirtiéndonos en verdaderos siervos de las mismas. Junto a esta patología se dan otras, que bien pudieran ser referidas en este espacio, pero señalaré, otras, por su frecuencia, por su enquistamiento, además de por el dolor y ruptura interna que provocan, en la persona que las sufre.

Se trata un problema general, y universal, que fluctúa su incidencia en el tiempo, y que en la mayoría de las ocasiones es silente, de forma especial en las sociedades cultivadas, en las que se puede normalmente marginar.

Hace tiempo, acudió una mujer de más de 40 años a consulta, previamente me comentó que había consultado con varios psiquiatras de otras provincias, y también con un número importante de psicólogos. "Ando atormentada, muy nerviosa, inquieta, tensa, no encuentro reposo, siento una agitación interior permanente", me comentó con un discurso en ocasiones poco coherente, complejo y barroco. Pero en definitiva se sentía mal, y en ocasiones muy mal, muy nerviosa y muy triste, jamás había podido decir, "estoy bien".

Iniciamos un repaso a la historia personal, y refiere la edad escolar como el peor de los momentos, la época en la que lo pasó peor, a pesar de su aceptable aprovechamiento. Mejoró algo en la adolescencia, época en la que conoció a su marido, con el que se casó al poco tiempo, “tenía muchas ganas de salir de casa”.

Los recuerdos

Los recuerdos / Baltasar Rodero

El matrimonio funcionó bien, correctamente, no enfatiza nada, ha tenido varios hijos, y la familia en términos generales se ha desarrollado con normalidad, con la sola presencia intempestiva de sus continuas quejas.

A pesar de esa familia amable, sigue insistiendo que, "siempre he sentido algo raro, nunca me he sentido llena, feliz, repleta, aunque jamás me faltó de nada, porque me siento muy querida por mi esposo, paciente, bueno y atento, y por mis hijos. Pero esa inquietud interior, esa sensación de desazón, de contrariedad, de irritación, de impaciencia, junto con algún mareo, dificultad para coger el sueño, y apetito desordenado y caprichoso, no me ha abandonado jamás".

Un repaso de su relato, me llevó en la segunda y tercera consulta a profundizar en su etapa infantil, en la que señalaba sus peores recuerdos, y donde daba la impresión que lo había pasado mal.

De niña, comentó que convivía en su casa, con su abuela, con el hermano de ésta, además de con sus padres, su madre cuidaba a las vacas, y su padre trabajaba en una fábrica, y en su tiempo libre ayudaba a su mujer con las vacas, su hermano se fue pronto de casa para trabajar en la ciudad, la casa la atendía la abuela, y ella era arropada y vigilada por el tío-abuelo, era casi su exclusiva dedicación.

Al comentar la dinámica de la familia, que ella ya me había descrito sucintamente, observé que se inquietó, cambió de color, se puso a la defensiva. Volvió a repetir lo dicho, y a reseñar quizás su soledad, aunque no lo definió como tal, pero del colegio iba a casa, no salía, y junto a su tío-abuelo realizaba los deberes, él la ayudaba y dirigía.

Su estancia en el colegio, sus relaciones con compañeros, sus actividades extraescolares, amistades, etc., lo sentía lejano, jamás se sintió segura sin saber porque, participaba pero sin ganas, no se involucraba, no lo vivía con la intensidad deseada, todo lo hacía para salir del paso, pero aún así, las relaciones con compañeros y profesores las define como normales.

Al comentar la dinámica de la familia, que ella ya me había descrito sucintamente, observé que se inquietó, cambió de color, se puso a la defensiva. Volvió a repetir lo dicho, y a reseñar quizás su soledad, aunque no lo definió como tal, pero del colegio iba a casa, no salía, y junto a su tío-abuelo realizaba los deberes, él la ayudaba y dirigía.

En este punto, y después de algunos rodeos comenzó a manifestarme algo que jamás había contado a nadie, jamás, me recalcó. Sufrió una historia de "tocamientos", por parte del tío-abuelo. Se iniciaron de muy pequeña, entre 5 y 6 años, en ocasiones dormían juntos y se hacían carantoñas siguiendo un juego, "a mí me gustaba, yo lo pasaba bien y me relajaba".

Pero el tiempo pasó, y las carantoñas se volvieron tocamientos explícitos, a la edad de 9 o 10 años. "Ya no dormíamos juntos, pero él seguía a mi lado vigilando mi rendimiento, y aprovechando su autoridad. Yo no sabía qué hacer, me moría de vergüenza, además todo comenzó por mi culpa, porque yo busqué las primeras carantoñas".

"Un día me armé de valor, y como mi abuela lo vivía cerca, pensé que era la más indicada para comentarlo, sin que pasara nada, se lo dije llorando y muy triste, ella lo entendió, y con el argumento de que yo era mayor, y no tenían por qué cuidarme, en dos o tres días se fueron para su casa".

Es importante en este caso observar, cierta lejanía emocional y física, entre padres e hijos, por motivos de trabajo, y como consecuencia la ausencia de comunicación entre los mismos, siendo ésta la parte más sustancial de la educación. Mehl, profesor de la Universidad de Arizona, acaba de publicar que, una conversación profunda y empática, o la expresión ordenada de las emociones, provocan además de felicidad, salud, de tal forma que, un fumador empedernido que se comunique, puede durar más que cualquier persona que viva aislada.

(*) Médico psiquiatra

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