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Las tres coronas de los Reyes Magos.Shutterstock

Desde los Tres Árboles

Eduardo Ríos

De los Reyes Magos y de regalos

Es como si su llegada limpiara el polvo del alma hasta dejar al descubierto episodios que permanecieron durante mucho tiempo arrinconados en el desván de la memoria

Más allá de la significación religiosa y el consumismo propio de esas fechas, no sé qué tienen las fiestas navideñas entre purificador y balsámico. Es como si su llegada limpiara el polvo del alma hasta dejar al descubierto episodios que permanecieron durante mucho tiempo arrinconados en el desván de la memoria. Y eso por trascendentes que fueran y a pesar de formar parte inseparable de nuestras biografías.

Llega la Navidad y recuerdo una casona indiana con una escalera de piedra entre dos enormes palmeras y el mar y un pasillo interminable y tardes azules en las que la lluvia era eterna. Llega la Navidad y me invaden vivencias y situaciones que parecían perdidas.

La noche era gélida. Recuerdo que el aire helado me abrasaba la cara y que tenía los dedos entumecidos por el frío, pero no importaba porque la ilusión por conocer a los Reyes Magos era más fuerte que cualquier dolor. ¿ Me reconocerían? ¿ Habrían recibido la carta depositada días antes en el buzón del ayuntamiento? El pueblo entero se había echado a la calle para recibir a sus Majestades y yo aguardaba de la mano de mis padres. La emoción apenas me dejaba respirar. Estaba tenso. Expectante. Atrapado por la magia de aquella hora diferente.

Al poco, los Reyes desembarcaron en la playa de La Griega. Eso, al menos, decían y así debía ser porque comenzaron a oírse redobles lejanos que poco a poco se fueron acercando hasta acabar convertidos en ensordecedor estruendo. ¡ Por fin! ¡ Allí estaban!

Llega la Navidad y recuerdo una casona indiana con una escalera de piedra entre dos enormes palmeras y el mar y un pasillo interminable y tardes azules en las que la lluvia era eterna

Las primeras antorchas entraron por calle de la iglesia y las traían unos orientales casi desnudos que se adornaban con aros las orejas. Detrás venían unos hombres lanzando llamaradas por la boca y unos saltimbanquis con caperuzas encarnadas dando volteretas. A continuación, los pajes reales con bengalas y después un grupo de soldados romanos que tocaban tambores. Les seguían unos mineros que habían bajado de las aldeas cercanas empujando unas vagonetas llenas de cajas donde seguramente estaban los juguetes que repartirían durante la noche. Los tres magos habían salido de sus palacios de Oriente en busca de la inocencia y llegaban allí guiados por una estrella. Ha pasado el tiempo, pero parece hubiera sucedido ayer.

En primer lugar apareció su majestad Melchor sentado en lo alto de una carroza tirada por caballos con embocaduras relucientes. Tenía una corona de oro y se cubría los hombros con una estola de armiño. Su barba era blanca, el trono de rubíes y no cesaba de tirar caramelos y confetis. Le seguía Gaspar en una segunda carroza en forma de barco con incrustaciones de nácar y marfil. A pesar del largo viaje no parecía cansado. Sonreía bajo un dosel de terciopelo y le rodeaban mujeres que tenían cascabeles en los tobillos y bailaban al son de panderos y gaitas.

El último era Baltasar, el rey negro. Tenía un turbante azul del que colgaban perlas y zafiros y estaba envuelto en una capa roja que llegaba al suelo. Cuando pasó a mi lado le llamé repetidamente por su nombre y me reconoció porque respondió con un gesto al tiempo que me enseñaba una carta que parecía la mía.

Cuando a la mañana siguiente desperté, lo primero que hice fue correr hasta el balcón. ¡ Allí estaban el triciclo y el guerrero indio junto a los zapatos! Fuera, ni rastro de los Reyes Magos. Una nevada inmensa había pintado de blanco las “caleyas“ y pomaradas de aquella pequeña aldea. Jamás volví a ver a sus Majestades ...

Fue más tarde, lamentablemente muchos años más tarde en la fría habitación de un hospital, cuando comprendí el lado oculto de la real visita. Fue entonces, entre cables y batas blancas, cuando entendí que el verdadero obsequio en aquella noche mágica habían sido ellos mismos. ¡ Los Reyes Magos! Ellos siempre fueron el mejor de los regalos, en aquel lejano seis de enero y en los días que después siguieron.

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