Eran consolas portátiles, transparentes y moradas, verdes y opacas, con o sin pegatinas. Un mundo en el bolsillo. Durante el año, el colegio te daba forma, te clasificaba en tonto o listo, más de letras o de ciencias, aquí no hay nada que hacer o este chico llegará lejos. En verano, tú clasificabas a los Pokémon y la omnipotencia no estaba en sus cabezas sino en tus pulgares.

La Game Boy Color me acerca al niño que fui, me da la mano y me lleva a un sitio donde tiempo y espacio son otros. No un tiempo cronometrado, divido en franjas y subfranjas, ocio atareado y trabajo. Otro tiempo.

De allí brotaban unos símbolos que, como toda ficción, amasaban la realidad. Los Pokémon estaban en la tele, en los tazos que ganábamos y perdíamos al salir de clase, en las sudaderas, en el peluche de la cama. También en las palabras —de una generación nostálgica— que llegan hasta aquí. “Está tan confuso que se hiere a sí mismo” dije para hablar de alguien que se formó un batiburrillo y acabó contradiciéndose. “Esos son como el Team Rocket” escuché en el metro: unos chavales que hablaban de una pareja criticona. Suena Pikachu en mis auriculares.

La musiquita que sonaba en los combates, la sirena que se oía cuando el Pokémon estaban a punto de morir y no había pociones, la pantalla en negro que anticipaba la evolución de Charmander. Imágenes que me visitan y piden que descargue un emulador. Pienso en Butterfree, mi favorita, una mariposa de ojos rojos y colmillos diminutos. No había bluetooth; uno del grupo de los mayores utilizó el cable link para secuestrar a Butterfree y no volví a saludarlo nunca más. Descargo el emulador.

Dispositivo incompatible, leo en la pantalla. Un niño que ya ha crecido y rompe el coche de juguete al subirse. Unas manos muy grandes que ya no caben en la casita de muñecas. Unas piernas largas que impiden entrar por la puerta pequeña del Imaginarium.

Y entonces escribo para volver a los días Pokémon. Cuando los adultos nos decían que soltáramos las maquinitas mientras ellos fumaban, hablaban de loterías, trabajo y otros vicios. Adultos que, años después, se verían obligados a borrar el Pokémon Go del móvil para no ser despedidos. En los días de la infancia el cielo era de color azul Gyarados. Era otro mundo. Uno más diminuto, también con sus códigos y jerarquías.

Dispositivo incompatible, leo en la pantalla. Un niño que ya ha crecido y rompe el coche de juguete al subirse. Unas manos muy grandes que ya no caben en la casita de muñecas. Unas piernas largas que impiden entrar por la puerta pequeña del Imaginarium

Me gradúo y, además de preguntarme si oposición u oficina, el profesor Oak me dice que si adulto o niño hasta el final. Opto por lo segundo y me reducen de tamaño.

Ahora vivo dentro del juego.

Escribo desde el otro lado de la pantalla: no sé si he hecho mal o bien; este mundo también está lleno de luchas y dinero; vidas que son círculos y gente que corre sin saberlo. Aquí también buscamos certidumbres, consejos que quepan en globos de cómic y nos digan por qué hay que levantarse de la cama y lanzarse al mundo. Unos quieren gobernar sobre otros y la violencia, invisible, está en todas partes.

Nosotros somos monigotes más pequeños, tan absurdos y pretenciosos como vosotros. Yo tengo que obedecer al que pulsa las teclas de la Game Boy Color. Mi cuerpo se mueve solo, aunque yo no quiera. Soy menos libre, pero inmortal. Los píxeles nunca mueren.

¿Y vosotros, hechos de carne, qué hacéis que no estáis vivos?