Difícilmente cualquier español hará de la monarquía casus belli, desde un hondo sentimiento republicano cuyo origen se remonta a la Guerra de la Independencia, tan ignorada en lo que tuvo de patriótica y nacional por una historiografía fiel, durante décadas, a lo más vulgar de la tópica marxista. A día de hoy, el asunto a elucidar no es el falso dilema entre monarquía y república, aun en todo lo que una posible reversión de la Jefatura del Estado traería consigo de inestabilidad institucional, dentro de una crisis que precisamente sería de Estado. Aquello que se ventila es de mucho mayor calado, en orden a un futuro de paz y convivencia.

Por más que se hurgue en la sentina de nuestra reciente historia europea, no se encontrará ejemplo de una situación tan peligrosa, tan calculadamente suicida como la de nuestro país en la actual coyuntura. El cambio de régimen con liquidación del actual, bien mirado un apaño político e institucional mal diseñado y aún peor llevado, gracias a la tutela de la Unión Europea podría ser asumido con dificultad, pero asumido a fin de cuentas. Ello en lo que concierne a la cuestión republicana, e incluso respecto a un sesgo populista de izquierda, con políticas liberticidas pero abocadas a chocar, de ser llevadas por la senda de una dictadura bananera de muy bajo nivel para los estándares continentales, con el valladar de la legitimidad exigida como patrón democrático por nuestros vecinos.

Ahora bien, lo que en procesos de tal naturaleza nunca se vio es la trágica conjunción de un cambio de régimen con la voladura de toda una estructura institucional que representa el Estado mismo, provocando la secesión no ya de un par de territorios más o menos extensos, sino la de diecisiete subentidades políticas por construir más allá del ilusorio mito federal, en manos de arribistas incapaces además de irresponsables. Recuérdese al majadero de Pi y Margall, y si no bastara al diletante Salmerón, en el marco de nuestra ciertamente majadera, libertaria y cantonalista I República.

Ni siquiera en la última gran crisis balcánica de la ex Yugoeslavia comunista, donde el horror del genocidio tomó cuerpo de nuevo en una Europa adocenada y bienpensante, se daba el cóctel explosivo que hallamos en la España actual. Porque allí la soldadura de sus nacionalidades nunca fue tal, al margen del designio totalitario de un socialismo tan artificioso como criminal, bajo mando y satrapía del infausto mariscal Tito.

Por aquí, causa pavor la posibilidad de una quiebra que habría de ser completa por la lógica del sistema autonómico, invento maligno de un oportunista como Suárez para salir del atolladero propio, dando lugar a reivindicaciones, a reajustes territoriales en base a fantasmales derechos o agravios históricos. Todo naturalmente mediando un conflicto civil a múltiples bandas, con procesos masivos de aculturación e imposición lingüística a una población segregada por identidad y raíces familiares, después de siglos de mezcla y coexistencia de un extremo a otro del país. Aculturación xenófoba seguida posiblemente de migraciones, expatriaciones de buena parte de la ciudadanía marginada por razones étnicas, idiomáticas, culturales y a la postre políticas, dentro de la que fuera por siglos, y he ahí la dificultad, una sola España común.

Perspectiva sin duda aterradora, pero que se halla ya ahí a nuestras puertas, coincidiendo con una dramática falta de liderazgo en lo político y lo institucional.