Conforme transcurren los días, la crisis del coronavirus nos obliga a reflexionar más y más y nos aporta (o eso parece) nuevas lecciones, esas que no deberíamos tirar en saco roto cuando pase esta pesadilla. De repente, casi entre el mal sueño y una escalofriante vigilia, vemos que nuestra teórica seguridad ha saltado por los aires hecha añicos, que el futuro viene rodeado de tinieblas y de amenazas y que ya nos rodean más incógnitas y misterios negros que certidumbres y caminitos de rosas.

Hay miedo, claro que lo hay. Y no solo, aunque sea el principal, por el aspecto sanitario, por el desenlace de los afectados actuales y de los que puedan serlo, sino también por el desarrollo de la economía y, con ella, de los puestos de trabajo, del porvenir de los millones de empleos sobre los que pende la vieja pero siempre moderna espada de Damocles. Y para luchar mejor contra ese miedo conviene refugiarnos siempre en el bastión ambiguo de la esperanza, pero también recurrir a nuestras propias convicciones y recuperar valores que habíamos despreciado o relegado al inframundo. Empezamos a no creer (o no confiar) en lo que creíamos hasta hace poco y, en cambio, a volver los ojos hacia eso que habíamos olvidado porque nos parecía obsoleto, atrasado, muy ajeno a las vanguardias, comodidades y modernidades que conformaban, ¡y sin retroceso, eh, sin retroceso!, nuestra existencia.

Fijémonos en algo que, en esta tierra, nos atañe mucho y muy directamente: el sector agrario. ¿Cuántas veces ha sido solidaria con él la sociedad zamorana, la castellano-leonesa, la española?, ¿cuántas hizo suyos sus problemas?, ¿cuántas puso algo de su parte para apoyar a una profesión que agonizaba y perdía efectivos casi a diario? Se pueden contar con los dedos de una mano y sobran dedos. A nadie, ni gobiernos ni instituciones ni ciudadanos corrientes, parecía importarle lo que les ocurría a los agricultores y ganaderos, lo que sucedía en los pueblos, deshabitados y envejecidos. ¿Para qué preocuparse de estas minucias, de los avatares de los destripaterrones, de los males seculares de los paletos? Que producen lo que comemos y bebemos, ¿y qué? Siempre podremos comprar en cualquier establecimiento espárragos de Perú, miel de China, patatas de Francia, tomates de Marruecos, carne de Argentina, mantequilla de Holanda, corderos de Nueva Zelanda y así sucesivamente. ¿Dónde está el problema? Uno va a la tienda, o mejor al super, que farda más, y lío resuelto. Y si los productores de aquí tienen que comerse con salsa sus cosas, allá ellos que para eso tienen la PAC y están siempre llorando, nunca se conforman. Tampoco nos quitaba el sueño que fueran alimentos de peor calidad, que algunos no cumplieran las normas sanitarias de la Unión Europea, que hubieran sido tratados con herbicidas o insecticidas prohibidos aquí, que tuvieran el precio que tenían porque, en algunos los países, los salarios y las condiciones laborales son de los tiempos de la esclavitud... Todo daba igual. Los agricultores y los ganaderos de esta tierra eran seres invisibles...salvo que fueran parientes, conocidos o de nuestros pueblos. Su aportación se podía sustituir fácilmente por las importaciones, por las compras en el exterior. Al fin y al cabo esta sociedad satisfecha de su misma, oronda, tenía pasta para regalar. Como decía, en broma, un primo de mi madre: "A mí me sobra dinero; me hacen falta vicios". Pues eso.

Pero, ¡ay!, llega el coronavirus y nos damos cuenta, casi sin querer, de la importancia vitar del sector agrario, de NUESTRO sector agrario. Y, ¡oh paradoja!, los agricultores y los ganaderos, los garrulos de antaño, pasan a ser héroes. Necesitamos lo que producen, precisamos de su sudor, de su trabajo. Son de los que no pueden parar ni quedarse confinados en casa. Tienen que arar, echar herbicidas y abonos, regar, podar, coger las vides, preparar el terreno para las huertas, plantar, apiensar el ganado, ordeñar, entregar la leche, suministrarla a las envasadoras y a las fábricas de quesos, llevar los animales a los mataderos para asegurarnos la carne, retirar los huevos de las granjas avícolas...La lista sería interminable, como interminable es la deuda anímica que la sociedad tiene con este sector y que aun no ha pagado. Hemos comenzado a darnos cuenta ahora, cuando les hemos visto las orejas al lobo, cuando hemos sido conscientes, ¡oh gran descubrimiento! de que precisamos comer cada día y de que alguien tiene que proveernos (y no solo el híper) de esos alimentos.

Por eso, cuando ustedes salgan a los balcones a aplaudir, vuélquense con los sanitarios, se lo merecen, pero no se olviden de otros que también siguen al pie del cañón. También los necesitamos. Pongamos que hablo de agricultores y ganaderos.