Hoy es un día muy importante en mi vida e imagino que en la vida de muchos ciudadanos: hoy iré a votar. Se lo he dicho a todas las personas que me han interrogado estos días sobre lo que haría el 26 de abril. Y sí, me levantaré como un domingo cualquiera, me tomaré mis tostadas con tomate, aceite y jamón serrano, leeré la prensa digital, cogeré a Yako, me subiré en mi coche y caminaré unas cuantas horas por los alrededores de la carretera de los infiernos. Tras regresar a casa, me ducharé y emprenderé el camino hacia el colegio electoral. Por las calles me encontraré con rostros de personas que van y vienen de ejercitar lo mismo que haré yo. Dentro del colegio, cogeré las papeletas, me acercaré a la mesa, enseñaré el DNI y el resto ya lo conocen. De nuevo saldré a la calle y, antes de comer, disfrutaré de un buen aperitivo. Es, más o menos, el mismo ritual que suelo practicar cada vez que estamos convocados a elegir a nuestros representantes en cualquier cita electoral, sean generales, autonómicas, europeas o municipales.

Durante el aperitivo, me sentaré en la terraza del bar de la esquina junto a algunos de mis seres queridos. Mientras tomamos unas cañas de cerveza y unos pinchos morunos o lo que se tercie, hablaremos de lo que cada uno espera o se imagina del resultado electoral, de quién se va a llevar el gato al agua, si habrá o no sorpresas de última hora y de otras cuestiones más o menos importantes sobre unas elecciones que se presumen de históricas, como escribía el pasado domingo en esta misma columna de opinión. Tras la comida casera, una buena siesta de un par de horas como mínimo servirá para reponer las energías que se han ido consumiendo durante los últimos siete días, en una semana que, en mi caso, ha sido casi de infarto. Y a partir de ahí llegará lo mejor: me tomaré un café, me sentaré tranquilamente en el sofá de mi casa, encenderé el televisor, cogeré el teléfono móvil y la tableta entre mis manos y me pondré en disposición para saborear todos los sobresaltos que se avecinan en una tarde y noche que se suponen de infarto.

Y lo que llegue después ya será harina de otro costal. Como casi siempre, en las sedes de los cuarteles generales de los partidos políticos pero también en la mayoría de los rincones de España tendremos sonrisas y lágrimas, ilusiones y decepciones, palabras de esperanza pero también de abatimiento. La euforia se celebrará a lo grande, con saltos, abrazos y sonrisas multicolores, mientras que la tristeza vendrá acompañada de rostros serios que invitarán a la melancolía. Y pasará la noche y llegará el lunes.

Muchas personas tendrán que levantarse para ir a currar, fuera o dentro de casa. Y en todos los lugares se hablará de lo mismo: de ganadores y de perdedores, de ilusiones cumplidas o de sueños rotos. En el fondo, sin embargo, aunque la jornada del 26 de abril sea histórica, casi nada de lo relatado y de lo vivido en un día de tanta trascendencia, será nuevo. Porque, si se fijan, así se construye la vida personal y colectiva, con sonrisas y lágrimas, con ilusiones y decepciones, con palabras de esperanza o de abatimiento.