Los espantapájaros siempre han formado parte del paisaje rural. Recuerdo que en mi pueblo era habitual encontrarse con espantapájaros en las huertas, en las fincas donde se habían sembrado sandías, melones o calabazas, en las viñas y en las eras, al final del verano, para impedir que los pájaros pudieran alimentarse del trigo, la cebada o el centeno que con tanto esfuerzo se había conseguido cultivar en las tierras de labor. Era un artilugio modesto pero, en muchos casos, efectivo. Un método natural para espantar a los malos bichos que querían apoderarse de la producción ajena. Aunque es verdad que el artilugio no siempre funcionaba, al menos servía como arma de defensa o, más bien, de prevención y disuasión ante los ataques de esos pajarracos de la naturaleza que también necesitaban llenar el buche de vez en cuando. Aunque con menos profusión que en el pasado, aún hoy se pueden localizar espantapájaros por aquí y por allá. Solo hay que mirar y prestar un poco de atención para toparse con ellos en los lugares de toda la vida.

Hay que reconocer que algunos espantapájaros son auténticas obras de arte y que, por consiguiente, merecerían una atención especial por parte de los amantes y estudiosos (antropólogos, sociólogos, fotógrafos, etc.) de la cultura rural. Incluso sería muy conveniente que se pudieran contemplar en los museos etnográficos, de igual modo que ya se exponen otros artilugios que han formado parte de la vida cotidiana en los pueblos, como los aperos de labranza, los utensilios de los hogares o la infinidad de cachivaches relacionados con los usos y las costumbres de las personas que han vivido en las zonas rurales. Hasta tal punto creo que los espantapájaros han tenido una relevancia muy importante en muchos pueblos que el otro día me he topado con un reportaje en televisión sobre un taller en no sé qué localidad, donde unos padres enseñaban a sus chavales cómo se elaboraba un espantapájaros. Los muchachos disfrutaban como enanos y, la verdad, el resultado final eran auténticas obras de arte dignas de contemplar en todo su esplendor.

También, sin ir más lejos, en Coreses, donde trato de disfrutar gran parte de mi tiempo, en una viña que está a unos doscientos metros del pueblo, me he topado con una variada, pintoresca y sorprendente colección de espantapájaros. Una colección de figuras humanas al aire libre -más de una docena- que tratan de representar momentos y escenas de la vida cotidiana. Es la primera vez que he encontrado un escenario de estas características, donde uno puede contemplar a personas de pie o sentadas, tejiendo, tomando el fresco o hablando con el vecino, allí, tan ricamente, entre las cepas o a la sombra de una higuera, un almendro o un manzano. Me han sorprendido tanto los actores y las escenas que se recrean que el autor y su obra bien merecerían un reportaje por parte de algún medio de comunicación local, regional o nacional. Lo importante, sin embargo, es no perder de vista el sentido de los espantapájaros, auténticos tesoros culturales que debemos conocer, cuidar y preservar. Porque, al fin y al cabo, forman parte de nuestra vida.